A diferencia de muchas amigas y conocidas, nunca he tenido miedo de que me agredieran sexualmente al volver a casa de noche. He pensado que me podrían robar, eso sí. Nunca me he planteado, pues, ni tomar clases de autodefensa, ni ponerme las llaves entre los puños a modo de arma, ni otras tácticas por el estilo. La falta de miedo no es debida al hecho de que sea más valiente o fuerte que ellas. No lo soy. Entiendo las medidas que toman al salir de noche, porque las razones por las cuales no tengo miedo dicen más de cómo la sociedad nos falla a las mujeres, una vez tras la otra, que no de mis méritos.

Resulta que durante gran parte de mi vida, sobre todo durante la adolescencia, la mayoría de mis amigos han sido chicos. Y eso quiere decir que he hecho la mayoría de salidas nocturnas con ellos y, en cierta manera, he aprendido a relacionarme con el espacio, a situarme, como hacen ellos. Nunca percibí la posibilidad de sufrir una agresión sexual, pero sí un robo, porque estaba ocupando el espacio con cuerpos que la sociedad no contemplaba como susceptibles de ser agredidos sexualmente. Como si la inviolabilidad se transmitiera por contacto. La otra razón por la cual no tengo miedo es porque las agresiones sexistas, y la sexual, que he sufrido han sido perpetuadas por hombres que conozco en espacios privados o semipúblicos —la clase, el centro deportivo—, o por hombres que conozco o no conozco en discotecas, fiestas populares, o en la calle, a plena luz del día. La calle oscura, pues, no ha sido un lugar más peligroso que los otros, sino uno de los más seguros.

Que muchos de los hombres que me han agredido lo hayan hecho en un espacio compartido con otras personas me ha hecho tener la sensación de que mi vulnerabilidad es, sobre todo, una vulnerabilidad construida colectivamente. Las mujeres somos vulnerables porque la sociedad nos quiere vulnerables. Porque, ante una agresión, o cuestionaremos a la agredida o miraremos hacia otro lado, disfrazando aquella agresión de lo que queramos creer (un flirteo, una alabanza, la constatación del deseo irrefrenable de los hombres que, oh sorpresa, nunca acaba con la conclusión que tenemos que educar a los hombres). O porque, tal como dice la escritora Virginie Despentes, nos educan para pensar que una violación es lo peor que nos puede pasar, pero no nos dan ninguna herramienta para que nos resistamos.

Bajar la cabeza ante la mirada masculina es el gesto que más me duele. La sumisión voluntaria. Utilizar como mecanismo de defensa la negación de que eres digna de que el otro te mire a los ojos

Lo que más rabia me da es como cada agresión ha cuajado en mí hasta el punto de condicionar mis interacciones con los hombres. Es un efecto sibilinamente envenenado. No te das cuenta hasta después de un tiempo, cuando tu cuerpo reacciona de una manera extraña sin saber muy bien por qué. En mi caso, fue un día que un hombre novato en la clase de pilates se me acercó para darme las gracias por haberlo guiado a la hora de hacer los movimientos y las respiraciones. El hombre charlaba y charlaba palabras insonoras, porque todo lo que mi cabeza repetía era: "Déjame, pesado, no me apetece aguantarte". A partir de aquella epifanía, recordé otras ocasiones en que aquel mantra había resonado dentro de mí y, sobre todo, entendí por qué lo reproducía. Tuviera motivos o no los tuviera, mi cuerpo estaba siempre alerta. Descodifiqué, también, la inquietud que sentía cada vez que me reunía, por motivos académicos o de trabajo, con un hombre a solas.

La reacción involuntaria que más me fastidia, sin embargo, es la de bajar la mirada cada vez que paso por delante de un grupo de hombres o, incluso, cuando hablo con ellos cara a cara. Es un tic que adopté de adolescente para evitar confrontar las miradas lascivas y los comentarios sexistas. Gracias a la tecnología, hasta hace poco utilizaba el móvil para que mi gesto de rendición fuera menos explícito. Pero como no me podía engañar a mí misma, la sensación de humillación persistía. Era, incluso, todavía más intensa, porque el acto de mirar el móvil mientras caminas te obliga a bajar la cabeza. Y este gesto, el de bajar la cabeza ante la mirada masculina, es el que más me duele. La sumisión voluntaria. Utilizar como mecanismo de defensa la negación de que eres digna de que el otro te mire a los ojos.

En contraposición a todo eso, la calle oscura era para mí un lugar neutro. Sin embargo, teniendo en cuenta como la sociedad lee mi cuerpo y tolera las agresiones que puede sufrir —o las habilita—, que yo me considere inviolable en aquel espacio no quiere decir que los otros me consideren así. Viendo el modus operandi del presunto asesino de Diana Quer o de La Manada, estos días he pensado si no he sido un poco ingenua al no haber considerado nunca tomar clases de autodefensa o adoptar estrategias de seguridad cuando salgo de noche. Como pasa con bajar la cabeza, o la mirada, entiendo el acto de tomar estas medidas defensivas como una prueba de mi derrota. Aquel lugar, la calle de noche, ya no sería mío. De los últimos que me quedaban. Aceptar una media derrota para ganarme la posibilidad de sobrevivir, porque no está garantizado que si me resisto a un intento de agresión con violencia salga viva o indemne, es una mierda.

Es necesario visibilizar los casos de supervivientes de agresiones sexuales perpetrados tanto por extraños como por conocidos. En parte, para empezar a romper el mito de que las mujeres son indefensas. Porque no lo somos. Estamos indefensas

En la línea de lo que defienden la escritora Bel Olid y la abogada Carla Vall en una conversación que avisté furtivamente por Twitter, es necesario visibilizar los casos de supervivientes de agresiones sexuales hechos tanto por extraños como por conocidos (la mayoría). En parte, para empezar a romper el mito de que las mujeres son indefensas. Porque no lo somos. Estamos indefensas. También pienso que es relevante hablar de cómo superar las agresiones sexistas. En mi caso, entender por qué mi cuerpo reaccionaba como reaccionaba cada vez que me encontraba con un hombre ha sido el catalizador para empezar a pensar en estrategias para, primero, gestionar estas reacciones involuntarias y, segundo, pensar en cómo resistir y afrontar el acoso, los tocamientos indeseados o los comentarios machistas —insultos degradantes, al fin y al cabo— que recibiré. Saber que hay una red de mujeres dispuesta a darme apoyo cuando eso pase, y que cada vez podemos hablar más abiertamente sobre estos casos y, sobre todo, señalar a los culpables, ha sido liberador. Pero no es suficiente.

Así que, de cara al año nuevo, animo a los queridos lectores (nótese que me gustaría destacar la parte masculina del masculino genérico) a, primero de todo, escuchar las experiencias de las mujeres de su entorno. Y una vez hecho eso, a plantearse qué pueden hacer para evitar que ellas, o el resto de mujeres, las vuelvan a sufrir. Puede ser un proceso doloroso, porque seguramente nos daremos cuenta de que hemos contribuido, en mayor o menor medida, a que los agresores se sientan impunes o legitimados. Pero más doloroso es sufrir las agresiones.

Si tenéis la tentación de decir aquello de "también hay hombres agredidos", os invito a preguntaros por qué sólo pensáis en ellos cuando se habla de mujeres agredidas. ¿Creéis que vuestra observación mejora automáticamente la situación de las mujeres y los hombres agredidos? ¿O que borra la constatación de que quien tiene más posibilidades de agredir es quien ostenta una posición de privilegio y de poder, y quien disfruta de esta situación acostumbran a ser hombres (blancos)? ¿O deshace, por arte de magia, los estereotipos sociales que convierten a todas las mujeres en cuerpos potencialmente quebrantables e impiden que los hombres agredidos puedan hacer pública su situación?

Basta de excusas. Al fin y al cabo, yo, y tantas otras, procuramos no volver a bajar la cabeza nunca más, y luchamos para que ninguno de nosotras lo tenga que hacer. Pero todavía sabemos que hay muchos (nótese que me gustaría destacar la parte masculina del masculino genérico) que todavía quieren, o encuentran normal y deseable, que caminemos por la calle bien cabizbajas.