En la última década, en Catalunya ―y también en España―, hemos vivido los límites de la democracia representativa con respecto a la materialización de las demandas de la ciudadanía. Aunque tanto el 1 de octubre como el 15-M han generado efectos políticos que tan sólo serán apreciados a largo plazo, lo que hemos visto a corto plazo ha sido cómo las instituciones se han convertido en un dique de contención de las aspiraciones soberanas.

En el caso del 15-M, a los partidos del régimen les ha bastado con haber escuchado a medias las demandas de los manifestantes e integrando a Podemos en el entramado institucional para desactivar el movimiento. En el caso del 1 de octubre, la insistencia e improvisación de los partidos de querer hacer la independencia siguiendo el camino de la legalidad autonómica, y retrocediendo cuando la rompen, han convertido las instituciones catalanas en los instrumentos subsidiarios más efectivos para la (auto)represión. Como escribí, la pervivencia de las instituciones y del orden que representan está garantizada mediante las normas de las instituciones mismas. También con sus dinámicas internas. Lisa y llanamente, a los partidos independentistas les sale más a cuenta actuar atendiendo a necesidades propias que no a las de los votantes, sobre todo porque tampoco tienen mucha idea de cómo satisfacerlas.

Es articulando la doble esfera de política ciudadana e institucional que los votantes independentistas tienen que encarar todos los comicios que vengan a partir del 28 de abril. El limitado margen de maniobra de los partidos independentistas ha hecho que depositar una papeleta en una urna haya pasado de ser sinónimo de libertad y cambio a convertirse en un intento abnegado de evitar perder las pocas libertades que quedan. A estas alturas, votar partidos independentistas no es muy útil si no va acompañado de una activa política ciudadana que les fuerce a cumplir aquello por lo que se han comprometido electoralmente.

Puede ser mediante la fiscalización de nuestros representantes. En las redes sociales; haciendo manifestaciones en las sedes de los partidos, o en el Parlamento, o delante de la Generalitat, si hace falta. O bien haciendo valer nuestra participación en el tejido asociativo. Vinculando, más que nunca, lo que pasa en casa, en el barrio o en la ciudad con lo que pasa a nivel de país. Hacer todo eso, sin embargo, implica una visión crítica hacia los partidos, que no han dudado en construir una retórica del martirio en torno a los presos políticos y los exiliados para silenciar las voces disidentes e instrumentalizar las decepciones del electorado. Pero no sólo. Junts per Catalunya sigue con la retórica de jugadas maestras y utilizando gestos simbólicos para mantener las expectativas mientras no concreta políticas reales. ERC camufla las ansias de hegemonía con una política pretendidamente realista vinculada a ampliar la base y cargarse de razones, abriendo el espacio independentista a un imaginario españolista que, como se ha visto en las últimas polémicas sobre la politización de la lengua o el mantra del Frente Popular para frenar la extrema derecha, les ha explotado en las manos. La CUP, de momento, no sabemos dónde para, así que poca cosa se le puede pedir. Bueno, sí, que gestione correctamente el caso de acoso a Mireia Boya.

Hasta que no gobierne un trifachito, una parte del independentismo no acabará de entender cómo funciona el Estado y que retrocediendo no se le gana ninguna partida

También hay que estar atentos a los espacios emergentes. El Front Republicà reivindica la herencia del 1 y el 3 de octubre y promueve el bloqueo a la gobernabilidad española. Al ser una coalición ad hoc para el 28 de abril, su riesgo es que se disuelva a medio plazo y/o quede reducida a ser la plataforma de Albano-Dante Fachin. El sector Primàries ha captado, por todo el territorio, la atención de votantes desafectos con los partidos independentistas. En Barcelona, la candidatura de Jordi Graupera ha hecho uso de las plataformas digitales para transmitir el mensaje político, financiarlo y presentarlo con ingenio y transparencia. Sin embargo, Primàries sigue siendo un proyecto que, en todo caso, daría frutos a largo plazo y que de momento en el imaginario popular está vinculado a la figura de Graupera. Sea porque fue el impulsor, sea porque la composición final de la lista barcelonesa, por mucho que cumpliera el reglamento, fue muy cuestionada. Además, algunos articulistas y candidatos vinculados a su proyecto siguen generando reticencias entre muchas personas que podrían sentirse atraídas.

Con todo, la emergencia del espacio de Primàries y el discurso del Front Republicà intentan introducir en la esfera de la política institucional aquello que desde algunos espacios de la sociedad civil ya se iba advirtiendo: para hacer la independencia en Catalunya hace falta una revolución cultural. Hay que romper el sistema de incentivos perversos entre partidos; entre partidos y medios de comunicación, y entre partidos y agentes económicos y sociales. Hace falta que partidos y ciudadanía piensen cómo lo hacen los estados. Hay que crear una subjetividad catalana desligada de la española. Hace falta que la ciudadanía independentista diga no a la manipulación emocional ejercida por sus líderes. Hace falta transparencia en todos los estamentos sociales. Hay que crear espacios donde la creatividad y el talento fluyan libres de constricciones partidistas. En definitiva, hay que pasar de la adolescencia a la madurez política.

Me hace tanta ilusión votar como que me quiten el apéndice. A veces pienso en abstenerme. Temo que, hasta que no gobierne un trifachito, una parte del independentismo no acabará de entender cómo funciona el Estado y que retrocediendo no se le gana ninguna partida. La mente, a menudo, se descoloniza a garrotazos. Pero a veces pienso que sí, que hay que votar. Porque, junto con la fiscalización y la filiación asociativa, es una manera de tener legitimidad para exigir a los partidos que hagan la revolución cultural que hay que hacer, y para animar a los sectores disidentes de los partidos a hacerla. A veces pienso, sin embargo, que puede ser que se dieran cuenta si no los votara ni el apuntador. En todo caso, lo que sí que tengo claro es que la ciudadanía independentista, si vota, no lo tiene que hacer porque hace hay que mantener una mayoría independentista o ser decisivos en el estado español. Habría que votar para no dejarles pasar ni una a los partidos independentistas.