Cuando vi las manifestaciones de jubilados reclamando una subida de las pensiones, no pude evitar sentir un poco de inquietud. Miedo, más bien, de que el necesario debate sobre cómo asignamos las pensiones a los jubilados se despachara con un parche que les diera más dinero y que evitara hablar de otras cuestiones, como por ejemplo cómo compensar el trabajo de cuidados no remunerado o qué hacer con la precariedad laboral juvenil y con la falta de políticas de emancipación y de conciliación familiar, que hacen que tener hijos y una vida laboral estable sean capítulos de la nueva temporada de Jackass.

También sentí envidia, envidia sana de ver como eran capaces de organizarse y reclamar unas condiciones de vida más dignas. ¿Cómo nos indignamos, los jóvenes? ¿Nos involucramos en el tejido social? ¿Emigramos? ¿Nos apuntamos a un CDR? ¿Somos miembros de Anonymous? ¿Nos abstenemos de votar? ¿Votamos Ciudadanos? ¿Podemos? ¿La CUP? ¿Quemamos cosas? ¿Nos inventamos una vida abellamayística en las redes sociales? ¿Hacemos puntos para ser candidatos a los Premios Darwin a las muertes ridículas haciéndonos autofotos encima de una grúa? ¿Nos enrolamos a Estado Islámico? ¿Escuchamos Lana del Rey? ¿Alguna de estas cosas funciona y nos hacen caso? ¿Vale la pena plantearnos una manifestación de jóvenes?

Mi generación vive presa del dilema que supone no repetir los errores de generaciones pasadas que nos han hundido en la miseria, preservando los avances sociales que alcanzaron y que hacen que les damos por descontados e imperdibles, siendo conscientes de que el mundo que estas crearon se desvanece.

Así, tenemos que gestionar las consecuencias del cambio climático o de un sistema laboral gerontocrático que hace que seas joven con 36 años —es fascinante como la precariedad y la dependencia hacia la familia pueden estirar la juventud—. Al mismo tiempo, tenemos que resistir relatos que, utilizando palabras en inglés que hacen moderno lo mismo de siempre, nos dicen que autoesclavizarse es tener iniciativa emprendedora y que compartir piso, quedarnos en casa los fines de semana y comer sobras porque no tenemos ni un duro hace tan de hípster como montar un negocio de bicicletas vintage en Gràcia. Y que si este plan de vida no te gusta, la culpa es tuya por no haber tenido una actitud positiva. Porque si quieres, puedes conseguir todo lo que te propongas. Y compra tazas de Mr. Wonderful para tomarte el cacaolat mientras miras en Youtube la enésima TED Talk de un gurú emprendedor de startups de digital thinking gromenawer que, OH SORPRESA, es blanco, de familia rica y vive de hacer TED Talks. Todo eso mientras tienes que enfrentarte, sin ningún tipo de precedente, a los problemas fruto de la nueva era digital.

¿Estamos donde estamos porque el sistema nos ha regurgitado sin piedad o porque si vivimos más es inevitable que estas situaciones se alarguen?

La vida precaria cambia la vivencia del tiempo, que se fragmenta y se experimenta a trompicones, en un momento histórico en que, tal como explica Llucia Ramis, las nuevas tecnologías ponen la inmediatez por delante de la posteridad. A la vez, el tiempo se estira, porque los avances médicos y sociales hacen que los treinta sean los nuevos veinte, y los cuarenta los nuevos treinta. La longevidad acomodada y la capacidad transformadora de las redes sociales son buenas noticias, pero no dejan de complicar la valoración de la vida precaria: ¿estamos donde estamos porque el sistema nos ha regurgitado sin piedad o porque si vivimos más es inevitable que estas situaciones se alarguen? ¿Cómo podemos entender la memoria y preservarla bajo la avalancha de información digital que es tan perenne y global como vulnerable, al poder desvanecerse con un solo clic?

El pensador queer Jack Halberstam reivindica el fracaso como una forma de vida disidente. Ahora que está de moda pensarse a través de la identidad, puedo decir que lo que une todas mis identidades es el fracaso. Como catalana primero federalista y ahora independentista, soy una fracasada nacional. Como mujer, he tenido que lidiar con la agridulzor que supone luchar por una carrera profesional sólida y reivindicar una personalidad todavía socialmente vista como masculina, a la vez que me angustio cuando pienso en tener hijos, en parte porque he fracasado en tener una carrera profesional estable que me permita hacerlo cuando quiera. A pesar de eso, no concibo mi existencia como desgraciada, e incluso a veces me sorprendo siendo feliz. No porque tenga un pijama de Mr. Wonderful que dice "yo soy la caña, pero tú eres la leche" (es una historia real), sino porque tengo un entorno que me lo hace sentir.

Es desde esta idea de comunidad donde intento dotar de sentido a mi existencia juvenil, menguante y fracasada. El riesgo de la visión de Halberstam sobre el fracaso es romanizarlo, porque a menudo sólo puedes convertir el fracaso en un acto de resistencia (individual) cuando lo puedes escoger a voluntad porque tienes todas las necesidades cubiertas. Pero vinculado a la idea de mejorar el bienestar comunitario, veo mi fracaso contemporáneo como el impulso para luchar por los éxitos de las generaciones futuras. Porque total, qué puedo perder ya, y mejor que alguien que no sea un directivo de Cambridge Analytica haga de mi desdicha su fortuna. A la vez, me gusta pensar que puedo apreciar mejor la valía de los éxitos de las generaciones pasadas, así como entender las carencias que las tentaron de adoptar vicios que ahora nos condenan. O quizás este pensamiento es una mera droga más, como los realities de casas o las galletitas de chocolate en forma de tiburones que picoteo en casa de mis padres mientras escribo en chándal cosas súper trascendentales e intensas. Yo qué sé.