"Si fuera joven, se iría del país". Hace un par de meses, una persona querida me soltó estas palabras en una conversación de lo más inofensiva. La represión contra el independentismo ya había estallado y los partidos independentistas, indefensos, ya empezaban a ceder. En algunos círculos íntimos, eso había hurgado en la perenne desazón sutil que había causado constatar que, una vez las previsiones de crecimiento certificaban la defunción de la crisis económica, a los jóvenes todavía nos esperaban unos cuantos años, sino toda una vida, de precariedad dentro de un Estado en fallo multiorgánico.

Volví de Londres en septiembre del año pasado. Había ido para desencallar mi trayectoria profesional y para distanciarme de los vicios de algunos de los círculos feministas en los que me movía. El panorama generacional y nacional que me encontré a la vuelta prolongó mi nostalgia por el Reino Unido. Para intentar digerir lo que el cuerpo aguantaba, la mente ha hecho lo que la frase nacida de los labios de una persona amada, uno de los elementos constitutivos de todo hogar, me dijo que hiciera. Me he resguardado a menudo, incorpóriamente, en los escasos metros cuadrados de la habitación de la residencia londinense donde me alojaba, en la mesopotamia entre el bullicio de Camden y la utopía bucólica de Regent's Park, y he paseado asiduamente entre las hileras de estantes de la majestuosa biblioteca de la universidad.

"No sabría decirte qué dices". ÉL me escribe después de haberse leído mi ritual de paso hacia la conversión en Estela Reynolds. Naturalmente le tiro la caballería por encima, por insensible. Evidentemente nos perdonamos, porque al fin y al cabo el sadomasoquismo intelectual es la base de nuestra relación. Y también porque, aunque cuando escribí aquello no lo supiera, los dos habíamos pasado por el mismo dilema. En los círculos de amistades donde nos movíamos, la idea de irse aparecía de vez en cuando.

Me encontré con el culo al aire, contemplando con la boca abierta y las piernas paralizadas como los CDR en Catalunya y los exiliados son los únicos frentes que nos defienden de la barbarie

Tengo un amigo que vive en Catalunya y que ya se exilió, previsor, justo después de octubre. Se ríe de mi inocencia. En un momento de debilidad, le confesé que no me esperaba el papel triste de muchos de los nuestros. Estaba preparada para la represión estatal, para la incomprensión europea y para el cinismo hipócrita de la pseudo-equidistancia. Pero no me esperaba la deserción de los cercanos. Estúpida de mí, a pesar de haber escrito sobre el virus autonomista que ha pervertido el talento de generaciones de líderes catalanes, me encontré con el culo al aire, contemplando con la boca abierta y las piernas paralizadas como los CDR en Catalunya y los exiliados son los únicos frentes que nos defienden de la barbarie. Vete. No tienes por qué pagar nada de eso. No he podido.

"¿Qué dices?", preguntaba ÉL. Pues mira, querido, lo que quería decir es que ya hace tiempo que me estoy exiliando. Sin darme del todo cuenta de ello. No ha sido al comprobar la debilidad insensible de algunos. Ni siquiera al saber que no puedo alquilar un piso decente en Barcelona. Mi exilio empezó el día en que asumí que, como mujer, nunca podía ganar. Cuando me la sudó que ilustres señores de la tribu recibieran más aplausos por decir lo que yo había dicho antes. El instante en que encontré entrañable que aunque demostrara muchas veces que era lista y que podía escribir textos densos, seguiría recibiendo el desprecio de señores que se masturbaban con la calidad (cierta) de los densísimos artículos surgidos de las tituladas mentes de sus congéneres.

A veces pienso que, para sobrevivir y no acabar locas, las mujeres nos hemos tenido que exiliar un poco de nuestra sociedad

Cuando era pequeña, jugué a ser quien era, exhibiendo una personalidad que encajaba en los parámetros de la masculinidad tradicional. Como todos los niños, abracé el falo, la libertad, la valentía y la sexualidad voraz. Cuando fui adolescente, me dijeron que eso ya no era para mí. Se me avisó con buenas palabras, primero, y se me disciplinó, después, a base de violencia sexual, física y verbal. Hice algunas concesiones, como tirar los chándales y las bambas y enfundarme tops, pantalones apretados y minifaldas. Aun así, seguí jugando su juego. Ocupando sus espacios. Reclamando la parte del pastel que me tocaba. En una situación esquizofrénica. Yo, me repetía, era como ellos, no como ellas (ecs). Pero me sabía, a la vez, mutilada por ser una ella.

¿Cómo puedo ser libre, esté donde esté, y me comporte como me comporte, si mi género no lo es? ¿Si ni mi nación, ni mi generación, tampoco lo son? A veces pienso que, para sobrevivir y no acabar locas, las mujeres nos hemos tenido que exiliar un poco de nuestra sociedad. Curiosamente, mi amigo catalán exiliado en Catalunya, que ha hecho, pues, lo mismo que han hecho tantas mujeres, dice que sólo cuando deje el feminismo seré libre. Le respondo que, igual que el independentismo, el feminismo que sólo tenga como base una supuesta autoridad moral emanada de la condición de oprimida será una losa. Una cáscara. Pero que todo feminismo, igual que todo independentismo, que se piense desde el deseo y la voluntad ser de cada cuerpo será emancipador.

Para defender lo que soy me he tenido que exiliar de lo que me han dicho que soy. De lo que me han convertido. De aquel espíritu estéril envuelto en una cáscara sórdida que yo, traicionándome para sobrevivir, ayudé a castrar. A medida que los recuerdos de la residencia mesopotámica y de la biblioteca majestuosa se diluyen, hace falta que mi cuerpo encarne este exilio. Hace falta librarse de la cáscara para liberar el espíritu y asumir las hostias que recibirás para sacártela. Eso es lo que quería decir, querido. Mi que os folle un pez polla a los cobardes, a los señores que se masturban en base a parámetros cutres, a las élites que han decidido aplastar los cerebros y magullar los cuerpos de una generación para seguir mamando de la teta cadavérica de un estado putrefacto, es tanto la forma de liberarme como de decir a los que sufren todo eso que les quiero.