Las veces que he tenido la desdicha de pillar por la televisión una reemisión de un capítulo de La que se avecina, me he quedado fascinada por el personaje de Estela Reynolds, exaspirante a musa del destape (Fernando Esteso le chupó un pezón). De joven, Estela Reynolds quiso ser valorada por aquello que los anuncios, las películas, las novelas y los comentarios que-como-se-hacen-en-privado-tienen-que-perdonarse nos dicen que tenemos que hacer: ser objetos sexuales al servicio de los deseos de los hombres (hetero y bi).

La razón del tragicómico infortunio de Estela Reynolds es que, pasados los años, sigue comportándose como la sociedad le ha dicho que se tenía que comportar, sin darse cuenta del pequeño detalle que, mira por dónde, ya es demasiado vieja para hacerlo. Contemplar su insistencia a vestir escotada y enseñar muslo hasta la raya de la ingle —desnuda de bragas, por supuesto— y ver su determinación a solucionar cualquier problema con una mamada siempre me ha despertado una gran admiración.

Antes de que alguien me acuse de fomentar la cosificación como destino universal para las mujeres —cis y trans—, confesaré que mi adoración hacia Estela Reynolds radica en el hecho de que es un personaje quijotesco, que se niega a dejar de ser como es a pesar de las acometidas del destino. Si fuera hombre, lo admiraríamos. Estela Reynolds —madre soltera, por cierto— es un vivo recordatorio de cómo la tríada entre fertilidad, belleza y decadencia ha sido utilizada para encorsetar y modelar la libertad y la voluntad de las mujeres —cis y trans—. Y por eso es fascinante ver como un sujeto se convierte en subversivo para el sistema por la misma razón, que, en su día, fue utilizada para hacerlo complaciente.

Estela Reynolds se parece bastante a quien quiero ser a partir de los sesenta. Me gustaría convertirme en algo así como una señora que fuma y bebe alcohol y que, con una mueca de ironía autocompasiva, suelta frases como "hombres, qué asco más delicioso" minutos antes de cepillarse a uno. También me dedicaré a profesar la noble religión del suda-chochismo, que intentaré mezclar con mis reflexiones sobre la doctrina de la manresanez, y a decir lo que me pase por la cabeza. Hay seres amados que dicen que es lo que hago ahora, y otros se quejan de que lo hago demasiado poco. Yo sé que en un futuro lo podré hacer mejor, más libre, porque siempre podré decir que estoy senil. Me imagino muriendo sola y desnuda, bañada por un rayo de sol matinal en una cama de sábanas y almohadas blancas, devorada por un terrier de Yorkshire de flequillo recogido con un lacito rosa. Aunque en los próximos años me convierta en una mujer de éxito o de provecho —una referente o role model, si quieres hacerte el listo—, o forme una familia biparental, heterosexual y con descendencia monísima, no pienso alterar ni una coma de mi plan para la vejez. Mi frustración es que no bebo ni una gota de alcohol y no fumo ni un mísero cigarro, pero estoy convencida de que con esfuerzo y perseverancia lo conseguiré.

Quizás no se trata de ser como Estela Reynolds cuando sea mayor, sino de serlo desde ya

Viendo el reconocimiento que han tenido mis congéneres en el pasado y el que tienen en el presente, a veces me conformo en pensar que la máxima aspiración que tengo que tener no es tanto hacer alguna cosa de provecho, como que alguien en un futuro, quién sabe si con una beca de alguna fundación o un Premio Ciudad de vete a saber dónde, recupere aquella cosa de provecho. La recuperación irá acompañada del tradicional prólogo o parlamento, escrito a menudo por un ilustre señor de la época, que destacará que fui una mujer adelantada a mi tiempo que tuvo que luchar por encontrar un lugar en un mundo de hombres. Se hará un libro bien bonito, un documental de aquellos que se exhiben en salas de cine en decadencia o una exposición itinerante por museos locales —o el equivalente de la tecnología de la época—, y venga. Y si nadie me reconoce el trabajo, no pasa nada. Una de las grandes lecciones que he aprendido en la vida es que las abuelas catalanas (todas, en su inmensa diversidad) tienen una mala leche de cojones (ovarios), y que esta mala leche de cojones (ovarios) es una de las razones por las cuales no nos hemos extinguido como pueblo. Si de mayor soy una vieja ni-ni, tozuda y huraña, siempre podré decir que he contribuido a la pervivencia de la comunidad.

Supongo que me imagino un futuro así porque soy un conflicto entre ser libre y ayudar a los otros metido en un cuerpo que sufre los problemas de ser mujer, catalana y millennial, pero que no se ve trastornado por el hecho de ser blanco, considerado funcional y nacido en una familia de clase media. Este ensamblado no sé si te hace dos, tres o cuatro veces rebelde, pero en todo caso hace que la destrucción voluntaria del yo sea una cosa tan consecuente como guay.

Sin embargo, si sólo acepto esta destrucción durante el tiempo de descuento que la sociedad nos ha dicho que es la vejez, ¿no estoy reafirmando la idea de que la belleza es, definitivamente, un tiempo de descuento? Quizás no se trata de ser como Estela Reynolds cuando sea grande, sino de serlo desde ya. De empezar, desde hoy, a hacer que aquella vieja candidata a ser el bufete libre de un yorkshire se sienta orgullosa de su yo predecesor. Viendo las tonterías que las jóvenes hemos interiorizado como importantes, después de que los anuncios, películas, novelas o comentarios que-como-que-se-hacen-en-privado-se-tienen-que-perdonar nos las escondieran por cada uno de los poros de la piel, parece la opción más sabia. Y también la más divertida.