Para sorpresa de nadie, aunque nos tengamos que hacer las sorprendidas para denunciar la anomalía democrática en que vivimos, ninguno de los presentes en la gala de los Goya, que premió producciones dirigidas, escritas y producidas por catalanes, denunció el trato que el Estado dispensa a los políticos y activistas independentistas, sobre todo a los encarcelados.

La situación es parecida a las palabras de Xavier García Albiol durante la campaña del 21-D, cuando dijo que ser catalán no era llevar un lazo amarillo sino pensar en catalán y emocionarse con la Roja. No era la primera vez, ni será la última, que escuchábamos declaraciones que reivindican la pertenencia de Catalunya a España mediante el hecho de compartir referentes. Nótese que aquello común suele ser definido y capitalizado por quien comulga con la identidad nacional hegemónica: no sólo define qué es común, sino cómo se incorpora. Así, es compatible alabar y premiar Estiu 1993 al mismo tiempo que se la llama estiu-ú mil nou teents noranta tres. Porque, como bien escribe Marta Rojals, Catalunya ya puede llevar siglos conviviendo con España, que el catalán sigue siendo tan foráneo en las orejas castellanas como lo es el ruso o el cantonés.

Que determinados objetos, como la Roja o una película, se consideren positivos para (o simbolicen) la diversidad española y otros, como el catalán o los lazos amarillos, no se consideren me recuerda la teoría de los objetos felices de Sara Ahmed. La filósofa feminista defiende que las sociedades occidentales han utilizado la promesa de felicidad para legitimar discriminaciones y opresiones de género, orientación sexual y raza. Entre otros, la autora lo explica diciendo que la promesa de felicidad nos aleja de algunos objetos y nos orienta hacia otros, como por ejemplo la familia nuclear heterosexual, hasta el punto de convertir estos últimos en objetos felices. Es decir, aquellos que nos ayudan a alcanzar la felicidad o que, incluso, son la felicidad.

La Constitución es, en el seno de la sociedad española, un objeto feliz. Representa la materialización de una transición que nos han vendido como modélica

Siempre he pensado que la Constitución es, en el seno de la sociedad española, un objeto feliz. Representa la materialización de una transición que nos han vendido como modélica, cuando los pueblos españoles, así como aquellos bandos que se mataron en la Guerra Civil, se sentaron en la mesa para negociar un futuro democrático. En este proceso, las antiguas élites franquistas se blanquearon incorporándolas a las estructuras democráticas. Las aspiraciones de las minorías nacionales quedaron diluidas, primero, por el establecimiento de un pueblo español de marcada matriz castellanocéntrica como sujeto soberano, y con la consolidación, después, del Estado de las autonomías. Porque se trataba de construir un relato feliz que permitiera pasar página a medio siglo de represión y destrucción, estas contrapartidas se escondieron bajo la alfombra. O, incluso, fue gracias al relato feliz que se legitimaron y normalizaron.

Ahmed explica que el entramado de relaciones, objetos y afectos que tienen que llevarnos a la felicidad es cuestionado por una serie de figuras que, al negarse a aceptar los roles establecidos dentro de este sistema, se convierten en desafectos y son tildados de portadores de la infelicidad. Siguiendo el razonamiento, considero que el carácter disruptivo del independentismo radica en el hecho de que niega la Constitución, el receptáculo de la idea de felicidad que teníamos que alcanzar con la democracia, así como el objeto que contiene los pasos para mantenerla. También niega su sujeto soberano, al considerar que sólo una parte del pueblo español, el catalán, decide sobre Catalunya. Al exponer el autoritarismo utilizado para frenar este ataque a la Constitución y a la soberanía, el independentismo, de rebote, cuestiona el relato democrático.

El independentista es, siguiendo a Ahmed, un aguafiestas. Es al independentista a quien se acusa de fractura social y tan sólo a él le tenemos que exigir recoser la sociedad. Obviando, gracias al relato feliz, que han sido una serie de agravios ocurridos durante años los que han llevado que, tal como diagnosticó el president Montilla, muchos catalanes se hayan vuelto independentistas a raíz de su desafección hacia el relato dominante.

La República ha sido presentada como el instrumento que nos llevará a mayores cotas de bienestar

En consecuencia, es al independentista a quien exhortaremos a dejar atrás el hecho de que haya políticos presos o que el Estado español no acepte la investidura del president Puigdemont. En esta nueva fase de disciplina y control, el independentista es visto como sujeto melancólico, incapaz de mirar por el bien del país, arrastrándolo a un futuro catastrófico marcado por la pervivencia del 155, porque ni puede superar el daño sufrido ni puede asumir que la República para la cual luchó está perdida. Así, el lazo amarillo se convierte en un objeto que contiene esta melancolía.

Hay que decir que el independentismo también ha movilizado objetos felices. La República ha sido presentada como el instrumento que nos llevará a mayores cotas de bienestar. Que la vía para alcanzarla haya sido "la revolución de las sonrisas" es otra de las facetas de la que Ahmed habla cuando escribe sobre la felicidad: la felicidad como herramienta para alcanzar más felicidad. Sospecho que es el miedo a cuestionar la felicidad como instrumento el que explica, en parte, algunas acciones realizadas por dos terceras partes de los partidos independentistas a partir del 1 de octubre, como la mala gestión de la autocrítica o el paternalismo hacia los votantes. También podría explicar la reticencia a incluir en el relato republicano mayoritario cuestiones que generarían malestar entre algunos votantes, como la lucha feminista o la desigualdad por razones de raza o pertenencia —el 1 de octubre, recordamos, no todo el mundo que vive y trabaja en Catalunya podía votar—.

Plantear el conflicto entre Catalunya y España como una lucha en que la felicidad ha sido tanto el objetivo como una vía para hacer avanzar o consolidar los intereses de todos los bandos nos ayudaría a entender cómo y por qué hemos llegado hasta aquí, así como plantear cómo tenemos que encarar el futuro. Tal como escribe Ahmed, la promesa de felicidad suele ser, en el fondo, la promesa de un futuro feliz, y es mediante la percepción que el futuro será más o menos feliz que definamos en el presente aquellos objetos y sujetos felices, e infelices, que nos aproximan o nos alejan.