Aunque pueda parecer sorprendente, es la primera vez en la vida que visito Berlín. Doy un paseo después de desayunar, mientras los berlineses, junto con el resto de alemanes, van a las urnas. Me doy cuenta de que este domingo es un día histórico. Entre los candidatos no está Angela Merkel, y dentro de unos días quien ha regido los destinos de Alemania desde el 2005 desaparecerá de escena.

Merkel ha sido, sin duda, la líder política más influyente de este principio de siglo. Su figura se ha proyectado en toda Europa y en el mundo. De aspecto anodino, esta doctora en Física criada en la antigua RDA ha demostrado una y otra vez valentía y templanza. Uno esperaría que el movimiento feminista, hoy tan vigoroso, reivindicara su figura. ¿Qué mejor ejemplo que Merkel para las niñas que aspiran a cambiar las cosas, a mejorarlas a través de la política?

No obstante, me digo a mí mismo mientras me encamino hacia el Reichtag, no es probable que Angela Dorothea Merkel se convierta en un icono feminista. No por falta de méritos, sino más bien porque su ideología democristiana no es del gusto del izquierdismo que adorna el sector dominante del movimiento. Si es así, será una lástima, una tremenda equivocación.

Merkel, que ha combatido la ultraderecha de Alternativa para Alemania con fiereza, es capaz de decirle a la gente cosas que a la gente no le gustan, que incluso le incomodan, cosa que la convierte en casi una revolucionaria

Me siento en el césped, delante del imponente edificio, y trato de encontrar el principal motivo por el cual Merkel, hoy, año 2021, es tan relevante. Quizás la clave no se encuentra solamente en sus aciertos, aunque han sido muchos. La canciller también ha recogido fracasos, algunos muy sonoros, y ha cometido errores, como dejarse arrastrar por el pánico antiinflacionista durante la crisis económica del 2008. No. Seguramente, lo que la ha convertido en un gran referente es otra cosa: su estilo, su forma de actuar, de enfrentarse a los retos y tomar los sucesivos desafíos que se le han presentado a lo largo de estos dieciséis años.

Merkel gobierna a través de la razón y las leyes de la lógica, que combina con un sistema sólido de valores personales. Trata de comprender qué es lo que, en realidad, en el fondo y no en la superficie, está pasando. No es muy expresiva. Ni dada a exhibir sus emociones. Cuando ha tomado una decisión, la mantiene. Eso no le ha impedido, sin embargo, admitir equivocaciones y pedir disculpas. Hace lo que cree que tiene que hacer. No es un títere del marketing y odia el tacticismo y la volubilidad.

Es, en este sentido, una política antipopulista. Por eso, entre otras cosas, su marcha resulta una evidente pérdida. No se dedica a acariciar el lomo caprichoso de la opinión pública, ni a estimular sus bajos instintos. No recurre a la división entre ellos y nosotros, buenos y malos, entre el buen pueblo y las élites malvadas y conspiradoras, una característica esencial de la enfermedad populista, de izquierdas o de derechas, que consume la salud democrática de Occidente y buena parte del planeta.

Merkel, que ha combatido la ultraderecha de Alternativa para Alemania con fiereza, es capaz de decirle a la gente cosas que a la gente no le gustan, que incluso le incomodan, cosa que convierte a esta hija de un pastor luterano en casi una revolucionaria. Les dice a sus compatriotas, por ejemplo, que hay que acoger a los que huyen de sus países persiguiendo un futuro mejor. Es eso justamente, me digo, lo que, al fin y al cabo, la ha convertido en un gigante, incluso a ojos de los que no combaten su proyecto político ("es la madre de todos nosotros", me comentó un berlinés). Es auténtica, es real, alguien en quien se puede confiar, no un producto más del febril, inestable y superficial mercado de la política. Por eso se ha ganado el respeto y la admiración de sus conciudadanos, y de muchos otros fuera de Alemania.