Cuando hace algo más de una semana del inicio de la invasión de Ucrania por parte del ejército de la Federación Rusa, de las pocas cosas que tenemos claras es que aquello que a priori era imposible, ahora se ha hecho realidad.

Para empezar, el propio gobierno ucraniano, pocos días antes de la invasión, criticaba por "alarmistas" las informaciones de la inteligencia americana que alertaban de una invasión a gran escala por parte del ejército ruso, ya que prácticamente nadie lo consideraba factible. Parecía que, en el peor de los casos, se daría una operación militar para consolidar la anexión del Donbás por parte de Rusia y, como mucho, intentar conectarlo por vía terrestre con Crimea y así consolidar definitivamente la anexión de esta península por parte de Rusia en 2014.

Pero la noche del 23 al 24 de febrero algo pasó en el Kremlin ―quizás algún día sabremos qué― y se desencadenó lo que va camino de convertirse en el conflicto militar en Europa de mayor dimensión desde la Segunda Guerra Mundial.

Y de golpe, de la noche a la mañana, todo eso que era imposible dejó de serlo y se convierte en realidad, en lo que podría ser el inicio de una nueva y oscura normalidad. Por una parte, Putin activa una invasión a gran escala de Ucrania desde varios frentes, desde el este (lo esperado), el norte (desde territorio bielorruso) y el sur, con ataques anfibios en varios puertos del mar Negro. Inesperadamente, y sin todavía entender exactamente qué estaba pasando, nos enteramos de que hay enfrentamientos en los alrededores de la central nuclear de Chernóbil (el camino más directo entre la frontera bielorrusa y Kyiv) y muchos tenemos un flash que nos transporta a la primavera de 1986, a aquel accidente nuclear que expuso al mundo las miserias de una Unión Soviética en descomposición. Pero resulta que no, que de aquello ya hace más de tres décadas, y que lo que está pasando es real, aunque supuestamente imposible.

Y en cuestión de horas ―y después de días― la realidad cambia brutalmente, y saltan todas las lógicas, porque resulta que, a pesar de la agresividad del ataque ruso, Ucrania resiste. Resiste y, en algunos momentos, incluso contraataca la que se supone que es una de las principales maquinarias militares del mundo. Una maquinaria que se asumía que una vez activada sería imparable y que no tendría problemas para entrar en Kyiv, no ya en cuestión de días, sino de horas. Pero no es así; el heroísmo del ejército y del pueblo ucraniano, que evidencia una buena preparación ―también estratégica y táctica― deja pasmados a muchos, empezando por el Estado Mayor ruso, que no esperaba una resistencia de este nivel.

Y todo este encontronazo nos deja inicialmente inmóviles, empezando por la comunidad internacional, que no puede creer lo que está viendo en las televisiones, pero también a través de Twitter o TikTok. Pero aquí, de nuevo, lo improbable, en cuestión de pocas horas, pasa a ser realidad y lo que inicialmente empieza con unas tímidas propuestas de sanciones, entra en un efecto bola de nieve que acaba con la mayor parte de los países occidentales imponiendo sanciones antes nunca vistas en Rusia ―y posteriormente en Bielorrusia― primero de carácter económico, pero que acababan desbordando también este ámbito. En cuestión de días, se inicia la congelación de los activos de una larga lista de oligarcas rusos en Occidente, incluyendo también los tradicionales "santuarios" como Suiza, Mónaco o Londongrad. También se desconecta el país del sistema Swift, se inicia una avalancha de salidas de multinacionales occidentales del entramado económico ruso (BP, Shell, Boeing, DHL, Disney, Ikea), se cierra el espacio aéreo a los aviones rusos e incluso Turquía acaba también cerrando, con la boca pequeña, los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos, en aplicación de los tratados de Montreux. Antes habían sido el OCDE o Eurovisión, y a estas les sigue el aislamiento en el ámbito deportivo: el Comité Olímpico Internacional y la UEFA rescinden contratos millonarios con Gazprom, y empieza el goteo de cancelaciones de partidos, de expulsiones de federaciones y de posicionamientos de estrellas del deporte, también rusas, contra el conflicto.

Una operación que inicialmente parecía preparada de manera meticulosa por parte del Kremlin con el objetivo de debilitar y dividir la Unión Europea y la OTAN y reforzar la posición geoestratégica de Rusia, está consiguiendo todo lo contrario

Pero aquí no acaba la cosa. Conforme el ataque y la agresividad rusos se mantienen, también lo hace la resistencia ucraniana y se desencadena el éxodo de los refugiados ―el mayor en Europa de los últimos setenta y cinco años―, se rompe otro tabú. Tímidamente algunos países bálticos y centroeuropeos anuncian el envío de ayuda, no solamente humanitaria, sino también militar a Ucrania. Enseguida se suman los Países Bajos (que recuerdan muy bien el avión holandés abatido en 2014 sobre territorio ucraniano por milicias prorrusas) y en cuestión de horas una decena de países más. El sábado 24 de febrero, en un discurso de una hora, el canciller alemán Scholz acaba con décadas de política exterior y de seguridad alemana y anuncia el envío de armamento; como también lo harán más tarde Suecia y Finlandia, después de haber sido amenazadas abiertamente con represalias militares por la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso. Dos casos muy particulares si se tiene en cuenta, por una parte, la secular política de neutralidad sueca y, por la otra, los 1.300 kilómetros de frontera que Finlandia tiene con Rusia.

Pero la mutación de los imposibles sigue. En medio de la creciente tensión y aislamiento ruso, Vladímir Putin de golpe hace una escalada sin precedentes activando la amenaza del arma nuclear y, de nuevo y como en el caso de Chernóbil, el marco mental da un nuevo y brutal salto al pasado de varias décadas y nos sitúa en la lógica de la guerra fría. En paralelo se activa, también por parte de Rusia, el envío de tropas chechenas ―menos dadas a la confraternización con la población ucraniana que las tropas regulares rusas― o el uso de armamento no convencional prohibido especialmente letal por varios tratados internacionales, como las bombas de dispersión o armamento termobárico. Eso sí, según el Kremlin, en el marco de una supuesta "operación militar especial" dirigida a evitar un "genocidio" por parte de un régimen "nazi" que curiosamente está liderado por un presidente judío.

No obstante, ocho días después de la invasión, Kyiv sigue resistiendo. Las tropas rusas han avanzado sustancialmente dentro del territorio ucraniano, pero las escenas de la población civil impidiendo el paso de tanques, preparando la resistencia o manifestándose abiertamente ante las tropas ocupantes (en Berdiansk, Konotop, Energodar, Jersón, Starobilsk, Primoisk, Tigr p Svatova) sorprenden y cautivan.

Una operación que inicialmente parecía preparada de manera meticulosa por parte del Kremlin con el objetivo de debilitar y dividir la Unión Europea y la OTAN y reforzar la posición geoestratégica de Rusia, está consiguiendo todo lo contrario. La OTAN está más viva que nunca e incluso Suecia y Finlandia por primera vez se plantean seriamente entrar.

Una operación "de liberación" que tenía que desmontar las apariencias de una nación ficticia y artificial, según la propaganda rusa, como la ucraniana, no solamente se encuentra una gran resistencia, también de parte sustancial de la población rusófona, sino que actúa de gran catalizador y cohesionador del sentimiento nacional ucraniano.

Y no solamente eso, una invasión que, en vez de ser la consagración de Putin, cada vez son más los analistas reputados que consideran que puede llevar al inicio de su fin. Y es que es difícil entender, también desde la perspectiva rusa, cuáles pueden ser los beneficios reales para Rusia de lo que está pasando. Las protestas en las calles de toda la Federación Rusa se multiplican, pasan ya del centenar las ciudades en donde se han llevado a cabo, y los detenidos superan los 7.000, con edades que comprenden desde niños de 7 años (en Moscú) hasta abuelas de más de 80 (en San Petersburgo). O la dura e inédita carta de más de doscientos clérigos ortodoxos rusos, pidiendo la paz y la libertad de Ucrania.

Pero lo que puede ser incluso más peligroso para Putin es el número creciente de oligarcas incómodos ante una situación sin sentido que pone en peligro su futuro y el de sus fortunas; o la imagen de creciente debilidad rusa que proyecta la feroz resistencia ucraniana, así como el impactante aislamiento internacional. En este sentido, el comunicado de Lukoil –la segunda petrolera rusa- pidiendo el fin de las hostilidades y una solución negociada al conflicto es especialmente significativa. Veremos si, como se rumorea, en los próximos días Putin decreta la ley marcial, algo que confirmaría su debilidad creciente, también en el frente interno.

Lo que sí que queda claro a estas alturas, desgraciadamente, es el fracaso de la actual arquitectura multilateral y de seguridad tanto a nivel europeo (especialmente de la Organización por la Seguridad y la Cooperación en Europa pero también del Consejo de Europa) como a nivel global (Naciones Unidas), que hoy por hoy no ha sido capaz de gestionar, ni tan sólo canalizar, los elementos motores de este conflicto. Algo que es paralelo al inexorable ascenso de China a la cúpula de la gobernanza mundial, como bien demuestra el hecho de que se trata del único país que, en estos momentos, puede condicionar de manera real la actitud de Rusia en esta crisis.

El futuro, sin embargo, está totalmente abierto a pesar de los tímidos avances en las conversaciones de Brest, el antiguo Brest-Litovsk donde se firmó el tratado de paz de la Primera Guerra Mundial. Y los próximos días no solo serán clave para el futuro de Ucrania, y de Rusia, sino que también lo serán para el futuro de Europa y del orden internacional.