Hay un día que te explican que la Iglesia somos todos. Ese día, si te detienes a pensarlo mucho, no le acabas de ver el intríngulis. Después, con el tiempo, resulta que hay veces que te sientes formando parte de un todo que te trasciende, y que entiendes que perteneces a una comunidad que viene de muy lejos y está en todas partes. Compartes la fe en un extraño misterio que hace que creas que Dios, la trascendencia, el creador, llamémoslo de mil maneras, se hace hombre para señalarnos con su vida, su muerte y su resurrección, que somos parte de un todo amoroso, aunque a menudo nos guste estropearlo, y tengamos que asumir desgracias incomprensibles.

Los hombres hemos construido una Iglesia como hemos podido, inspirados por el espíritu que siempre está. Y dándole forma humana lo hemos utilizado, también como hemos podido, unas veces para hacer el bien y otras no tanto. Como era Iglesia de hombres, hemos tenido que poner a alguien al frente. El espíritu sopla como sopla y pone a quien pone, con la ayuda comprometida de los escogidos, los cardenales, para interceder como buenamente pueden. Pero lo pone el Espíritu. Él sabe lo que hace. Nosotros solo convivimos con él.

Por eso recuerdo perfectamente dónde estaba cuando me llamó el Capi, un buen amigo que entiende de cuestiones vaticanas mucho más que yo, para decirme: "¡Pedret ya puedes estar contento! ¡El Santo Padre es uno de los nuestros!". "Si es que hay Santo Padre de alguien" creo que añadí. Lo decía con segundas porque ya teníamos fama de ser ignacianos, y el papa Francisco era Jesuita. En la iglesia cada uno es de su padre y de su madre, faltaría más. Unos más progres, otros más consagrados, algunos especialmente reconsagrados.

Con el tiempo ha resultado que el Capi tenía razón solo en parte. Francisco ha sido de todos, con más o menos aquiescencia, pero de todos. Conozco a buenos amigos de la obra que me han dicho "lo ha hecho bastante bien", y buenos amigos más progresistas que opinan "que lo tendría que haber hecho mejor". Pero todos nos hemos sentido queridos y hemos acogido sus escritos y sus palabras, a menudo con interés, y a veces con fascinación.

Nos toca rezar para seguir haciendo de la Iglesia, guiados por la eterna luz del papa Francisco, un lugar donde el amor de Dios siga siendo la luz que nos calienta, que nos hace caminar sin miedos

No lo he llorado, como no lloré cuando murió Ballarín o cuando mueren en la cama hombres extraordinarios que no ha hecho más que llevar la luz allí donde han estado. ¿Por qué llorar cuando solo podemos estar agradecidos por su vida? ¿Por qué no alegrarnos por todo lo que nos ha dado y pedir que nos siga iluminando? Francisco era luz con su mirada, era luz con sus enfados, y con sus frases a veces fuera de lugar. Era luz yendo a lugares imposibles, era luz hablando con todo el mundo y escuchando a todo el mundo. Muchos lo han visto. Otros no hemos tenido el privilegio. Pero todos lo hemos sentido cerca. Deja una Iglesia en camino, con muchas cosas por hacer, pero muchas ya indicadas. A Francisco le ha tocado asumir una Iglesia que ha tenido que confesar públicamente pecados difíciles de explicar, ha visto como en el Viejo occidente dejaba de bautizar y casar, y ha asumido cómo sus principales mensajeros, la primera línea de curas, monjes, y miembros de órdenes religiosas, seguían disminuyendo de manera alarmante. Y los laicos demasiado a menudo seguimos tocando la guitarra. Ha visto como a pesar de toda la sinodalidad que ha puesto en marcha, es decir, a pesar de los intentos de implicarnos a todos, los resultados siguen siendo muy escasos. No se ha resuelto la cuestión de ministerio sacerdotal ni para las mujeres ni para los hombres casados. Pero, sobre todo, ha quedado claro que, especialmente en Occidente, la plena dedicación no es una opción fácil para los creyentes.

Todo eso, al menos, ha quedado formalmente planteado. El papa Francisco, como cada Santo Padre, solo tenía un pequeño trozo de camino, una docena de años. En cada uno de ellos ha ido preparando el camino para el futuro, porque la Iglesia, como el mundo, siempre cambia, siempre intenta adaptarse a los tiempos de los hombres, persiguiendo el tiempo de Dios. El legado que nos deja es luz y amor. Pedir perdón y perdonar. Actuar y saber cuándo no hacerlo.

Ha sido una época de luz para la Iglesia porque el papa Francisco es luz. Nos toca rezar para seguir haciendo de la Iglesia, guiados por la eterna luz del papa Francisco, un lugar donde el amor de Dios siga siendo la luz que nos calienta, que nos hace caminar sin miedos. La luz que todos y cada uno de los hombres llevamos dentro y que él, el papa Francisco, ha sabido ver en todos y cada uno de nosotros