Lo que más me inquieta de la vista ante el TJUE sobre la aplicación de la ley de amnistía a los procedimientos por malversación seguidos en el Tribunal de Cuentas, este pasado martes, no es la supuesta argumentación del abogado designado por la Comisión Europea (más digna de un tertuliano que de un jurista), ni las argumentaciones sobre la falta de "interés general" de la ley o su carácter de "autoamnistía" (el interés general lo conforman las mayorías, y la amnistía es bastante general), ni siquiera la ya desacreditada "afectación a los fondos de la UE" (que la propia Comisión consideró nula incluso en caso de independencia de Catalunya). Lo que más me inquietó, por tanto, no fue ningún argumento jurídico, sino precisamente los argumentos políticos del señor Urraca y de Societat Civil Catalana: se confirma que una parte de la sociedad española no quiere, no tolera, no se siente partícipe de ninguna reconciliación.
La ley de amnistía del año 1977 fue aprobada por casi todos los grupos parlamentarios: desde los comunistas a los nacionalistas, pasando por UDC, y con la abstención de los populares. 296 votos a favor, 18 abstenciones y uno nulo. La amnistía era entonces total para todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976, lo que, precisamente, sirvió de refugio y de escudo para los franquistas cuando, después del año 2000, aparecieron denuncias contra los crímenes del régimen (incluso el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos pidió su derogación). La actual ley, en cambio, se aprobó con 178 votos a favor y 172 en contra: por tanto, algo ha cambiado en la postura de los fascistas. Esto tiene repercusiones en el presente y en el futuro, porque constata que el régimen del 78 ya no es un régimen de consenso. Ya no es un pacto. No interpela a todo el mundo y, en cambio, se vive en un estado permanente de venganza y de vigilancia. "El procés se ha acabado", dicen. "Ya no hay conflicto", añaden. No sé si, consideraciones jurídicas aparte, los miembros del TJUE salieron de la sala pensando lo mismo.
Cualquiera de los observadores neutrales de la situación, magistrados incluidos (insisto, consideraciones jurídicas aparte), debe estar pensando: o bien España actualiza sus pactos, o bien estallará. Sé que algunos todavía considerarían una tercera "solución", una especie de "solución final" donde la causa catalana o el nacionalismo o el soberanismo o incluso la cultura catalana acabaran rendidos, difuminados, asimilados. También los vencedores de la guerra tuvieron este espejismo durante 40 años, pero podría suponerse que la historia del país (y el marco legal europeo) los habría ayudado a confundir menos los deseos con la realidad. Por lo tanto, la pregunta realmente interesante es: ¿qué quiere hacer España? Como dijo Gonzalo Boye en la sesión, "la UE no se construyó con el Código Penal sino con el pacto". Tras estos últimos años, en cambio, ha quedado claro que España en el siglo XXI ha preferido poner sus cimientos al revés.
Esto es lo que debe pensar cualquiera de los magistrados que escuchaba a los abogados de Societat Civil Catalana o al señor Urraca, insisto, consideraciones jurídicas aparte. Diálogo o conflicto. De hecho, si somos honestos, ahora mismo si Catalunya está dentro de España no es gracias a ningún pacto ni a ningún diálogo, ni siquiera gracias a ningún Código Penal, sino a la aplicación sin escrúpulos de una interpretación forzada de la ley y del Código Penal. Poco, para todo un Estado. No es extraño que todo se tambalee si no quiere, o no puede, renovar sus pactos.
Los dos grandes partidos del sistema están podridos de corrupción o de prácticas antidemocráticas
España, después de habernos castigado ("¿qué queríais que hiciéramos?"), no sabe exactamente qué hacer a continuación. Este es su drama. La "reconciliación" solo es promovida por la mitad de sus cámaras parlamentarias, y solo en la medida en que las mayorías gubernamentales dependen de ello. Las "reformas" solo existen si PP y PSOE se cubren uno a otro en los aspectos esenciales, o bien dibujando "transferencias" condicionadas por órganos de supervisión. Los dos grandes partidos del sistema están podridos de corrupción o prácticas antidemocráticas. El Estatut vigente no ha sido votado por los catalanes y, ni siquiera así, se cumple su letra (miren si no tienen todavía colgado el principio de ordinalidad). Los compromisos y pactos se convierten en papel mojado incluso ante un mediador internacional. La vía del pacto, en efecto, parece fragilísima e, incluso si prospera, el PP no se considera llamado a ello ni implicado. Al contrario: todavía quieren sangre.
¿Qué hacer ante este panorama? La parte independentista, ganar las máximas batallas legales en Europa y reforzarse electoralmente en casa (donde hay demasiado terreno perdido). La parte española, como decía, decidir si su país quiere ser fruto de un pacto o de un Código Penal. Con dos avisos: primero, que un pacto no puede hacerse con tu propia sombra; y, en segundo lugar, que el Código Penal ya no es lo que era.