Déjame llenar el vaso, encender la vela y explicártelo desde el principio. Hasta hace pocos días, nunca había pensado que ponerse guantes podía ser un acto literario, pero el sábado pasado, durante dos minutos eternos, entendí que sí. No hablo de los guantes de plástico que van bien para llenar el depósito en una gasolinera o para pesar las berenjenas en la báscula del Eroski. Tampoco de los guantes sanitarios, que ya denotan cierto estatus pero que un servidor asocia con cosas negativas, ya sea porque me dan miedo las agujas o porque he visto demasiadas series de asesinatos donde los investigadores se los ponen para recoger muestras capilares de un cadáver. Hablo de los guantes de tela, es decir, la aristocracia del mundo guantil. Ponérselos es saber que estás a punto de tocar alguna cosa que tiene la delicadeza de una escultura decapitada de la Grecia helenística y la autoridad de la reina de Inglaterra, en paz descanse, que es justo lo que noté el otro día en Palafrugell cuando, por primera vez en la vida, me enfundé unos guantes blancos para leer un Josep Plan inédito. O mejor dicho, para sentir a Josep Pla como no lo había sentido nunca.

Fueron solo dos minutos de nada, te lo prometo, pero fueron ciento veinte segundos palpando una joya, ya que en las manos tenía la cesión por parte de los herederos de Josep Maria Cruzet del Fons Editorial Selecta-Col·lecció Cruzet Borràs, o sea, más de treinta volúmenes manuscritos y mecanoscritos de la obra de Pla en la editorial Selecta. ¿Puede ser que un pliegue de papeles viejos consigan ponerte la carne de gallina, te preguntarás? Sin duda, sí, ya que no se trataba de unos simples textos escritos a mano, sino de los documentos originales nacidos durante los años más fértiles y cruciales de la producción planiana, los de posguerra, cuando mano a mano con la tarea editorial de Cruzet, Josep Pla luchó por recuperar el público lector en catalán que existía antes del conflicto bélico. Quizás el país estaba vencido y la lengua estaba prohibida, pensarás, pero si la gente leía en catalán, la cultura catalana estaría más lejos de extinguirse y de hacer posible que ahora alguien como yo escriba en su lengua este artículo que lee alguien como tú leerá traducido.

Las seis mil cuartillas manuscritas de los treinta volúmenes permiten descubrir los libros que Pla quiso escribir, que no son los que su editor quiso que escribiera o los que la censura le permitió publicar.

Indudablemente, aquella treintena de libros escritos de puño y letra por él mismo representan un tesoro por una sencilla razón: permiten descubrir los libros que Pla quiso escribir, que no son los que su editor quiso que escribiera o los que la censura le permitió publicar. Lo pude ver con mis propios ojos, créeme. En aquellas cuartillas, por ejemplo, la novela Nocturn de primavera no se llama Nocturn de primavera, sino Nocturn de maig, título que Cruzet decidió cambiar, con buen criterio, para hacerlo más comercial. En aquellos manuscritos, Pla escribe sobre "la Guerra del 36" y los informes de la censura, a posteriori, devuelven el mecanoscrito editorial con la propuesta de "Cruzada de Liberación", aunque finalmente Selecta edita el texto hablando de la "Guerra Civil". Una guerra, ya que estamos, posterior a la escritura de Girona, un llibre de records, cosa que hasta ahora no sabíamos y que se ha podido descubrir gracias a los manuscritos del libro, fechados a 1936.

Ligeramente afectado, durante aquellos dos minutos incluso decidí ejercer la sumillería libresca que a menudo pongo en práctica en las librerías de viejo. Con los guantes en las manos y nervioso como un cardenal esnifando farlopa en pleno conclave vaticano, acerqué la nariz a aquellos papeles y me pareció sentir olor de vela, de coñac y de tinta azul, quizás porque todos los textos de Josep Pla nacían igual: con una hoja en blanco, una lámpara por iluminar y una copita de brandy. A medida que la cera se consumía y que el vaso se iba vaciando, las páginas se iban llenando de palabras escritas con una caligrafía pequeña y con pocas vacilaciones, con una letra que parece tener frío y prisa para acabar el trabajo, quizás porque en la masía donde vivía, en Llofriu, mitad prisión y mitad refugio, no había calefacción ni electricidad. En invierno, la sala grande donde escribía podía tranquilamente no superar los 5° de temperatura, pero entre la chimenea y el brasero, Pla conseguía acomodarse en una especie de "calma medieval" y un particular "aislamiento divino" ideal para "soñar la vida" en cada página escrita, tal como podemos leer a La vida lenta. Y para hacernos soñarla a nosotros, también.

Si Josep Pla es el mayor autor de nuestras letras es porque es quien mejor ha explicado el alma de los catalanes y la visión de la vida que tenemos desde este rincón de mundo

Con los guantes todavía puestos, vi cómo mi amigo Joan Safont, a quien la Fundació Josep Pla también había invitado al acto, se sacaba el borsalino delante de todos aquellos papeles con el gesto de quien se quita el sombrero para mostrar respeto o rendir honores a alguien. O hacia algún objeto sagrado, claro está, ya que recuperar todos aquellos manuscritos salvados del incendio en la librería Catalonia donde descansaban, el año 1979, tiene alguna cosa milagroso. Ya escribí una vez que me gustaría ser propietario de un hotelito por la sencilla razón de poner un ejemplar de Notes disperses en todas las habitaciones, como aquellos moteles de carretera americanos que tienen la Holy Bible en la mesilla de noche, ya que para mí Josep Pla es quien mejor ha explicado la alma de los catalanes y la visión de la vida que tenemos desde este rincón de mundo, aunque esta imagen reduccionista del escritor se haya folkloritzado y ridiculizado demasiado a menudo.

Si alguna cosa pensé durante aquellos dos minutos que fueron densos como el abrazo a una madre antes de un viaje largo, precisamente, fue que esta cesión de documentos inéditos es un paso más para desdibujar la caricatura del Josep Pla con boina, pagesot y huraño que tanto ha calado en el imaginario general. Un paso más, pues, para resaltar al Josep Plan cosmopolita, moderno y rigorosa que, como Dalí o Miró hace medio siglo y Albert Serra o Rosalia hoy, sabía que no hay nada más universal que lo que es local y que, sobre todo, se tomaba la escritura como una cosa profesional y seria. Tan seria como se la intenta tomar un servidor, tan amante de los rituales que una vez cada seis meses sube a Palafrugell para pasar una mañana en la Fundació y tan amante de Pla que esta crónica, a pesar de vivir en una casa con electricidad, te la he escrito sin guantes pero con una vela y una copita de coñac que en este preciso momento han llegado a su fin. El artículo, pues, acaba aquí. La obra de Josep Pla, por suerte, no acaba nunca.