La semana pasada le compré un pienso nuevo a mi conejo que le ha cambiado la vida. Él se llama Gurb, nació hace poco más de un año y tiene unas orejas grandes, caídas y elegantes, como Salvador Espriu. Hasta ahora siempre había comido un pienso especial para conejos 'junior', pero el otro día en la tienda solo tenían uno destinado a 'rabbit sensitive'. El concepto, escrito en el embalaje de la bolsa, me sorprendió. Lo que no esperaba era que fuera tan efectivo: aunque su nombre también tenga ciertas resonancias literarias de Eduardo Mendoza, Gurb se llama así porque nació en el corazón de Osona, quizás por eso, por afinidades comarcales, este pienso concreto lo ha convertido en un animalillo tan sensible como la Julita del vicense Martí Genís Aguilar, boticario y novelista romántico. No exagero, de verdad, ya que el conejo se me ha hecho tan sensible que el martes, después de cenar, lo pillé zampándose un libro de Francesc Fontanella.

No os engañaré que yo ya había empezado a notar días antes ciertos cambios de conducta en el pequeño mamífero con quién comparto piso. ¿La nueva dieta? El viernes, escribiendo el artículo del domingo pasado mientras escuchaba uno de aquellos directos de Chet Baker que corren por Youtube donde parece que la misma heroína toque el saxo, Gurb se quedó quieto y pensativo como aquellos jazz mans que beben Cutty Shark con vaso de tubo en los pubs de capital de comarca llenos de divorciados que fuman Camel. Acabé de sospechar que aquel pienso era una especie de LSD para conejos cuando el lunes, al oír los diálogos del tercer capítulo de Bojos per Molière, la nueva serie de TV3, el conejo salió corriendo pasillo abajo como si lo persiguiera un zorro. No lo perseguía ningún animal salvaje, sin embargo: lo perseguía la mediocridad, el xaronisme tevetresí y, sobre todo, lo perseguía la evidencia de que si la Decadencia fue un engaño inventado por los de la Renaixença, la Neodecadencia es una certeza perpetrada por la industria cultural catalana actual.

Hacer una serie catalana sobre teatro y titularla con el nombre de un dramaturgo francés ya es una cosa extraña, pero que en el primer capítulo se hable de Macbeth y no se haga ni una mención a ningún autor de nuestra casa ya es de juzgado de guardia. En efecto, si hay locos por Molière es porque en París no se dejan de representar obras como El misántropo o El burgués ennoblecido desde hace cuatro siglos, igual que Shakespeare sigue bien vivo en los teatros de Londres, los textos de Goldoni se siguen representando en Italia y, evidentemente, cualquier drama de Calderón o cualquier obra de Lope de Vega tienen su espacio a la programación teatral de Madrid. Por culpa de la maldita Decadencia, en cambio, en Catalunya creemos que el teatro catalán nació con Guimerà, ya que cada vez son más pocos los que recuerdan Fontanella, autor cronológicamente -y cualitativamente- de la misma época que todos los anteriores. De hecho, de rebote parece que hayamos olvidado incluso a un autor primordial como Pitarra; su estatua en la Rambla, justo delante de un edificio abandonado, decrépito y que cae a trozos como el Teatre Principal, es una auténtica metáfora de nuestra ignorada tradición teatral, por mucho que José Mourinho piense lo contrario.

Por ejemplo, ya hace nueve años de la última vez que se representó en Barcelona una obra importantísima del siglo XVIII como es Lucrècia, de Joan Ramis. Pero eso no es todo. Mientras TV3 emite Bojos por Molière con Elisabet Casanovas y Pere Arquillué aguantando solitos una serie que no se aguanta por ningún sitio, ya hace treinta y un años de la última vez que se representó en la capital catalana Lo desengany, de Francesc Fontanella. Era el año 1992, actuó el mismo Arquillué y un servidor tenía cuatro años. Precisamente fue esta obra, editada por Barcino junto con Amor, firmesa y porfia, la que se zampó mi conejo. Como buen roedor, le gusta morder los zócalos de las puertas y las cajas de madera, pero nunca ha sido demasiado amante de comer libros. Con la llegada del nuevo pienso, sin embargo, en menos de una semana ya se ha zampado Arabesco de Manuel Forcano, la última novela de Sabina Urraca y, anteayer, la nueva edición de Fontanella. Al verlo, lo reñí con actitud asertiva, ya que ahora es sensible, pero sin embargo pensé que es bien triste que un conejo tenga más hambre de teatro del Barroco que todos los promotores, directores y gente del mundillo teatral del país.

Guimerà es Dios, Rusiñol, Vallmitjana y Sagarra son sus discípulos, Benet y Jornet es el nieto privilegiado de todos ellos y después están los Belbels, Galcerans, Buchacas, Cunillés, Casanovas, Fullanas o un genio jovencísimo como Joan Yago, pero antes de ellos, en el origen del eje cronológico, olvidamos demasiado a menudo que hay un tal Francesc Fontanella que fue capaz de escribir una maravilla como Lo desengany, teatro dentro del teatro a la manera shakesperiana o lopedevegana, una obra culta sobre cómo superar los desengaños de la pasión. La obra de Fontanella, como la de Francesc Vicent Garcia o Joan Ramis, se tropezó pero con un enemigo imposible de vencer: el mercado teatral de la época, profesionalizado y con una industria cien por cien castellana. Sin corte catalana y sin nadie que pagara la fiesta, en catalán no existió nunca la profesionalización teatral, por eso las compañías ambulantes que actuaban en los teatros de Catalunya venían de Madrid y la gente de aquel tiempo acabó creyendo que el único teatro culto posible era en castellano. De aquí llora a la criatura desde hace siglos, sobre todo si tenemos en cuenta que el teatro, en aquellos tiempos, tenía el papel que tienen las series en el siglo XXI, por eso es tan doloroso ver cómo la historia se repite de nuevo y hoy, en Catalunya, la apuesta por producciones televisivas de calidad en catalán es tan escasa como el número de películas nominadas a los Premios Gaudí que no son en castellano.

Si ficciones como Porca miseria, Nit i dia o Merlí han demostrado alguna cosa en los últimos veinte años es que, evidentemente, se pueden hacer series buenas en la lengua de esta pobre, triste y desdichada patria. Series potentes y bien hechas, pero pagadas por nosotros a fin de que no las acabe comprando un Netflix o un HBO de turno y la gente las acabe consumiendo en castellano, como pasó con Sapere Aude o ahora con Crímenes. En caso de que se doblen, como dice mi amigo Arnau Rius, hace falta que si la IP del usuario está dentro de los límites de los Países Catalanes, la serie solo se pueda ver con versión original subtitulada. Puede parecer brusco lo que digo, pero necesitamos productos audiovisuales que reconecten a los espectadores, tanto los catalanohablantes como los que no, con las producciones hechas en nuestro país. Lo necesitamos porque el año 2023 las series son nuestra particular zanahoria de cada día, por eso en Catalunya somos cuatro los friquis que reivindicamos la calidad literaria del Barroco catalán, pero no conozco a nadie que no tenga cuenta de Netflix. Quizás soy demasiado sensible, como mi conejo, pero pedir cuidar las ficciones catalanas hoy mejor de cómo cuidamos el teatro catalán en el siglo XVII no es cosa de locos. No estoy loco por Molière, lo reconozco, pero sí que lo estoy por mi lengua, por eso sé que la literatura aplicada al mundo audiovisual es el pienso que necesitamos para sobrevivir.