¿Quién tiene realmente la llave para investir al nuevo presidente del Gobierno español? Cuando en la noche del 23 de julio, ERC y JxCat valoraban los resultados obtenidos en las elecciones españolas como si las hubieran ganado, obviando el batacazo provocado por la abstención de un sector del independentismo y que en cualquier democracia consolidada habría supuesto un reguero de dimisiones, todo indicaba que era la formación de Carles Puigdemont la que tendría la sartén por el mango. La realidad, sin embargo, es bastante más compleja de lo que aparenta a simple vista.

Las reglas del juego, en cualquier caso, quedaron diáfanamente marcadas al día siguiente de la cita con las urnas. Mientras el PSOE se afanaba en rehabilitar como interlocutor a aquel prófugo que Pedro Sánchez se había comprometido a devolver esposado a España, la fiscalía requería al juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, que reactivara las órdenes de detención internacional del 130º presidente de la Generalitat y de quien fue su conseller de Salut, Antoni Comín, exiliados ambos en Bélgica. Y el magistrado, días después, posponía la decisión, como si no la quisiera tomar hasta que no se hubiera producido la investidura. Que este sea el marco en el que debe desarrollarse la negociación con JxCat para hacer presidente al líder del PSOE —tanto le da que sea con una abstención que con el voto afirmativo— no está claro si es una oportunidad, como parecía en principio, o una trampa.

El PSOE utilizará todas las artimañas que sean necesarias para tratar de ceder lo menos posible, de manera que JxCat se vea obligado, como quien dice, a investir gratis a Pedro Sánchez. Los poderes del Estado harán todo lo que convenga para que así sea. Harán, al fin y al cabo, su trabajo. La incógnita es si la formación del exalcalde de Girona hará también el suyo. Porque ¿qué significa que las condiciones para facilitar una investidura son la amnistía y la autodeterminación? ¿Significa retirar los cargos a los más de 4.000 represaliados por la causa catalana, entre ellos el propio Carles Puigdemont? ¿Significa acordar la celebración de un referéndum, que no sucederá nunca, pero que el solo hecho de pedirlo implica deslegitimar el 1 de Octubre, aunque los dirigentes de JxCat se hayan llenado la boca de lo contrario? ¿Significa dejarlo en un "compromiso claro" con el derecho a la autodeterminación, como propone el Consell de la República, o rebajarlo a "avanzar" hacia la autodeterminación, como pretende ERC? ¿O todo ello significa una simple y nueva reforma del Estatut —de carácter federal, ¡por supuesto!— que reconociera jurídicamente a la nación catalana, como ha ofrecido curiosamente el exministro del PP José Manuel García-Margallo, e incluyera el traspaso de Rodalies y la mejora del déficit fiscal y que permitiría que el referéndum fuera el que de manera prescriptiva debe celebrarse para validarla?

Hasta el momento, JxCat —de ERC se da por descontado el apoyo a Pedro Sánchez, aunque ahora que vienen mal dadas resulte que sí quiera formar un frente común en Madrid— se está moviendo en el terreno de una calculada ambigüedad para no tener que definirse, que no queda claro si esconde la voluntad de mantener la firmeza y de no ceder o la volubilidad de no saber qué hacer en función de cuáles sean los planteamientos que el PSOE ponga sobre la mesa. La realidad es que dentro de JxCat —como descendiente que, mal que le pese, es de CDC— conviven muchas almas, no solo la de la pretendida confrontación —que hasta ahora se ha demostrado que, cuando llega la hora de la verdad, siempre da marcha atrás—, sino también la que sigue haciendo del pragmatismo del peix al cove virtud. Y habrá que ver cuál es la que se acaba imponiendo. Por ello no es de extrañar que haya quien, entre el sarcasmo y la malevolencia, se pregunte si al final cederá a cambio de un plato de lentejas o lo hará a cambio de la promesa de un plato de lentejas.

La única carta real que tiene JxCat es justamente no claudicar en ningún caso, aunque ello implique bloquear la elección del nuevo presidente español y obligar a que efectivamente deba volverse a las urnas

Las dudas son lógicas, dados los precedentes, y sobre todo porque la experiencia demuestra que una cosa es lo que se dice en campaña electoral y otra lo que se hace una vez que los comicios quedan atrás. El candidato de CiU a las elecciones españolas del 3 de marzo de 1996, Joaquim Molins, se pasó la campaña garantizando que no pactaría nunca con el PP y de los resultados de aquella contienda salió el pacto del Majestic que encumbraba a José María Aznar a la Moncloa. Así que en política todo es posible, y de momento el interrogante persiste porque JxCat no aclara qué significa que no hará presidente a Pedro Sánchez a cambio de nada, ni si estará en condiciones de rechazar hipotéticas concesiones que pudieran beneficiar solo a Carles Puigdemont, o de hacer frente a un eventual chantaje en forma de recordatorio de que los indultos eran y son reversibles, o de hacer oídos sordos al consejo incluso de Artur Mas de portarse bien, ni si aguantará la presión de votar, llegado el caso, en contra junto a Vox y de ser señalado como el responsable de dar la oportunidad a la extrema derecha de rehacerse si fuerza la repetición de las elecciones.

La única carta real que tiene JxCat, partiendo de la base de que, bajo ningún concepto, ni el PSOE ni los poderes del estado español en general, nunca aceptarán nada que pueda ser interpretado como la más mínima ruptura de España, es justamente no claudicar en ningún caso, aunque ello implique bloquear la elección del nuevo presidente español y obligar a que efectivamente deba volverse a las urnas. Si no lo hace, el electorado independentista le premiará y podrá recuperarse de las últimas sacudidas —no hay que olvidar que, a pesar de la euforia de estos días, el 23 de julio perdió más de 137.000 votos y un diputado, y ERC, más de 410.000 y seis diputados—, pero si se doblega, será su perdición. Porque, por mucho que envuelva la renuncia, el votante independentista que se abstiene desde las municipales del 28 de mayo y que por ahora no tiene previsto dejar de hacerlo, está harto de funambulismos y se equivoca quien crea que volverá a dar su apoyo a alguno de los partidos catalanes que hasta ahora le han engañado, despreciado y traicionado a cambio de cuatro migajas o de un nuevo camelo.

El tablero político español tiene, sin embargo, otra salida. Rocambolesca, pero no imposible por difícil que parezca. Sin olvidar el recurso de la gran coalición entre PP y PSOE, que nunca se ha producido, pero que siempre está ahí como una especie de espada de Damocles. El PNV ha comunicado a Alberto Núñez Feijóo, el presidente del PP ganador de las últimas elecciones españolas, que no cuente con su apoyo a un gobierno en el que esté Vox. Pero, ¿y si Vox no estuviera? ¿Si el candidato del PP convenciera a Vox para que le apoyara en la investidura y que a continuación diera un paso al costado, como única manera de "derogar el sanchismo", tal y como había proclamado durante toda la campaña? ¿Qué haría entonces el PNV? La lógica lleva a pensar que no tendría por qué cambiar de postura. Pero la lógica no es precisamente una propiedad consustancial de la política. Basta con recordar que el propio PNV, el 23 de mayo de 2018, aprobaba los presupuestos de ese año de Mariano Rajoy tras haberse cobrado el apoyo por adelantado y una semana después, el día 31, anunciaba el apoyo a la moción de censura de Pedro Sánchez que fulminaba el mandato del líder del PP.

Es importante, pues, tener la llave. Pero también saber a qué cerrojo pertenece. Y en esto los vascos han demostrado ser infinitamente más hábiles que los catalanes. Es preciso estar preparados, por tanto, para lo que más convenga, no sea que alguien en JxCat vuelva a quedarse con un palmo de narices. Claro que, si de lo que se trata es de ir tirando, no hay cómo celebrar elecciones otra vez, que en el fondo debe ser la solución que más gusta a todos, y quizás lo único que falta aclarar es a quién se le endosa el muerto de la repetición.