Cuando el papa Francisco habla de la comunicación como motor "que sepa encender el fuego de la fe en vez de preservar las cenizas de una identidad autorreferencial", se centra en una comunicación real, que hable desde el corazón, pero no desde la afectación ramplona, sino desde las entrañas y la bondad. Que el Papa haga estos mensajes cada año para la Jornada Mundial de las Comunicaciones (que tiene lugar en mayo, pero el mensaje se presenta en enero) es siempre un estímulo a pensar qué y cómo comunicamos. El papa Francisco percibe el corazón como un órgano que "nos mueve hacia una comunicación abierta y acogedora". No es suficiente de ver y escuchar, si después no hay un motor que haga amar. Ya Benedicto XVI pedía también escuchar un corazón que late (porque Ratzinger no hablaba solo de la verdad, sino también de la bondad y la belleza).

Cuando se consigue sentir en el propio corazón el latido de la otra persona, entonces se hace posible el milagro del encuentro y permite mirar a los demás con compasión, acogiendo con respeto las fragilidades de cada uno en lugar de juzgar de oídas y sembrar discordia y divisiones. Parece que el Papa lo haya escrito mientras escuchaba la radio, o leía tuits. Los árboles se reconocen por sus frutos, nos lo dicen los campesinos y está escrito en el Evangelio de Lucas (Lc 6, 44). De una buena persona suelen salir buenas palabras. Comunicar cordialmente quiere decir, por lo tanto, que quien nos lee o nos escucha capta nuestra participación en las alegrías, los miedos y los sufrimientos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No se habla a la ligera para marear la perdiz ni se escribe para confundir. Al final de nuestros días, el termómetro de la bondad con el que hemos sido tratados y con el que hemos tratado al prójimo se erige en brújula.

El deber de hablar bien no es solo de los líderes, fundadores, políticos, profesores; es una responsabilidad de cada persona en un periodo histórico marcado por contraposiciones y polarizaciones

Hablaba con un amigo poeta hace poco. Cuando era más joven, era un arrogante defensor de verdades incontestables, con aquella pátina de dogmatismo que tiene saberse poseedor de la verdad. Con el sosegarse de los años, este escritor multipremiado valora, claro está, la belleza, pero sobre todo percibe y tiene en cuenta la bondad. El pasaje evangélico de Emaús es muy claro, en este reconocimiento. Primero hay que recordar qué es Emaús. Otro amigo, profesor universitario de la rama del derecho, preguntó el otro día a sus 70 alumnos si recordaban esta escena. Nadie sabía de qué hablaba. Yo ya sé que los lectores tienen cultura general, pero por si algún joven despistado me leyera, Emaús es una ciudad. Hay un pasaje en el Evangelio que describe la aparición de Jesús resucitado a dos personas que iban andando hacia Emaús. No lo reconocen, pero al cabo de unas horas sí que lo hacen, cuando lo ven partir el pan, que era un gesto característico suyo. Lo que es interesante de esta narración en el Evangelio de Lucas es el reconocimiento, pero también el paso previo. Cuando hablaba con ellos, sentían que se les interpelaba, que se les calentaba el corazón. Buenas vibraciones, química, diríamos hoy. Aquella sintonía de Emaús se dio porque Jesús no les habló como un pedante, o un francotirador de palabras. Lo que hizo Jesús en esta escena es respetar, escuchar, compartir y empatizar.

No podemos delegar la responsabilidad de hablar bien solo a los profesionales de la información, recuerda Francisco. El deber de hablar bien no es solo de los líderes, fundadores, políticos, profesores. Es una responsabilidad de cada persona en un periodo histórico marcado por contraposiciones y polarizaciones (también dentro de la Iglesia). Decir la verdad va de la mano de la caridad, porque reconocer los hechos no tiene que ir acompañado de poner el dedo en la llaga y herir. Hay a menudo más maleficencia que bondad, en tantos discursos, palabras, conversaciones. Hay un concepto que está desapareciendo, que es el de edificar. Salir edificado de un encuentro, de una tertulia, de una conferencia. El Papa se preocupa de la "crueldad" que puede envenenar corazones e intoxicar relaciones, y lo contrapone a la afabilidad para evitar rencores que exasperan, rabia que lleva al enfrentamiento.

Hace 100 años que se proclamó como patrón de los periodistas a san Francisco de Sales. Era un intelectual brillante, escritor, teólogo, obispo de Ginebra. En una sesión en el Col·legi de Periodistes de Girona hablamos de verdad según su magisterio, y convinimos que las disputas y la discrepancia son necesarias, pero también una disposición de ánimo hacia quien te contradice porque un lenguaje amable favorece las buenas relaciones y "el corazón le habla al corazón". Esta simetría de corazones, de entraña a entraña, hoy parece reservada solo para relaciones íntimas, familiares, con amigos de verdad, pero no se extiende lo suficiente a la vida social. "Nos queremos, pero no nos queremos bien", repiten mecánicamente los participantes en el programa televisivo La isla de las tentaciones. El corazón no es la mera emotividad y la lagrimita. El corazón humano es el motor que ordena también la racionalidad y la calienta. Que hace mucho frío, en las salas de máquinas.