Lo han leído. Y seguramente les ha angustiado la noticia. El fotógrafo suizo René Robert se cayó en una calle céntrica de París. Después de pasar nueve horas de una noche muy fría sin que nadie lo ayudara, finalmente, una persona sin hogar lo socorrió. Telefoneó a urgencias, pero ya era demasiado tarde. La herida en la cabeza que se había hecho al caer y la hipotermia de la intemperie no le permitieron superar los primeros auxilios hospitalarios. Murió. Y lo hemos sabido porque era precisamente René Robert y porque inmortalizó a grandes figuras del flamenco que pasaban por el Café Le Catalan de París. Camarón y Paco de Lucía son solamente dos nombres entre centenares. Y lo hemos sabido también porque el periodista Michel Monpontet, amigo de Robert, nos dice que fue asesinado por la indiferencia. Era 19 de enero, y lo que no se dice es cuántas vidas humanas se perdieron aquella noche o en noches sucesivas, en el gran escenario de la indiferencia, sin recibir ningún tipo de ayuda. La vida humana cotiza a la baja, y si nos podemos dar cuenta de ello es porque se indignan personas que eran amigas y hacen llegar la noticia a los medios. En cambio, es mucho más difícil encontrar los nombres de aquellos que matan las violencias xenófobas, o el de las mujeres asesinadas a pesar de haber podido evitarse porque no pasan solamente 9 horas de agonía –que ya son muchas— sino semanas y meses en el maltrato. O la condena, nunca lo bastante denunciada, que viven algunas personas mayores en casa o en residencias, sin bastante atención nutricional, ni higiénica ni sanitaria, abocadas a una soledad y a un miedo que desequilibra la mente y añade más vulnerabilidad todavía.

Otro ejemplo chocante: ¿Han hablado con las y los profesionales que trabajan al pie de la cama de la gente que se sigue muriendo por la pandemia? Parece difícil encontrar cifras fiables, pero informaba betevé de que del 17 al 23 de enero, 276 personas murieron por covid o con la enfermedad, 26 defunciones más que la semana anterior, y aunque los datos todavía son provisionales. Con respecto a la última semana con datos consolidados, del 10 al 16 de enero, Salud notificó 250 defunciones, una cifra que no se registraba desde mediados de febrero del 2021. De momento, concluía, la media diaria del mes de enero es de 32 muertos cada día.

¿Han escuchado (más que oído) la voz del enfermero o de la médico que ha atendido a personas terminales en esta enésima ola que amenaza los últimos diques de contención? ¿Se han estremecido como yo cuando se instalaban en un tono monocorde, de muy bajas frecuencias, en una especie de frontera indeterminada entre la voz humana y la robotizada por el dolor que amenaza y crece? Una voz que actúa en defensa propia, ayudada por una mezcla de autodominio profesional y farmacología... ¿No han sentido escalofríos al darse cuenta cómo guardan en una situación desbordada, y esconden que tendrían que estar entre los primeros en ser ayudados? Ya no hablo de aplausos a las ocho. Hablo de plantillas suficientes, de sueldos dignos, de investigación que no suponga ni más desigualdad ni más privilegios, de formación que no suponga un doble carga y, sobre todo, sobre todo, hablo de políticas sanitarias dignas y esmeradas, donde la sanidad pública pueda, poco a poco, recuperar fuerzas.

Me llamaba una gran enfermera y magnífica persona que hace mucho tiempo que no come con la familia para evitar riesgos a sus seres amados, que cuando oyó por la radio cómo se derogaban las últimas restricciones y protecciones, sintió que nadaba sin fuerzas, a contracorriente... y se echó a llorar. Y lo más perverso todavía: se incrementó el sentimiento de culpa (compartido por tantos otros profesionales) por no poder hacer el trabajo más rápido. Mientras tanto, el personal de enfermería disminuye y otros profesionales desaparecen o cambian, dejando una diferencia de experiencia tan difícil de superar como un abismo.

Me llamaba una gran enfermera y magnífica persona que hace mucho tiempo que no come con la familia para evitar riesgos a sus seres amados, que cuando oyó por la radio cómo se derogaban las últimas restricciones y protecciones, sintió que nadaba sin fuerzas, a contracorriente... y se echó a llorar. Y lo más perverso todavía: se incrementó el sentimiento de culpa (compartido por tantos otros profesionales) por no poder hacer el trabajo más rápido. Mientras tanto, el personal de enfermería disminuye y otros profesionales desaparecen o cambian, dejando una diferencia de experiencia tan difícil de superar como un abismo.

Mientras cada día gente con covid y otras enfermedades mal atendidas muere al lado de estos profesionales que se mueven entre una profunda decepción personal y profesional y un sentido del deber milagrosamente de pie todavía, la frivolidad de la política que fracasa, de manera chapucera, deja la sanidad pública bajo mínimos. En cambio, en todos los nichos de mercado de la sanidad privada y en todos sus intersticios, las desigualdades se intensifican. Los comentaristas neoliberales, satisfechos, argumentan que la disyuntiva "salud o economía" de los primeros momentos de la covid ha quedado en nada. Como ha quedado en nada que después de la crisis del 2008 había que reiniciar el capitalismo. Una cosa son las palabras que pierden sentido poco después de ser pronunciadas, y otra, bien diferente es la economía neoliberal y el "über alles" que ha visto crecer, como nunca, los beneficios de la industria farmacéutica y la sanidad privada.

La mercantilización y la desregulación degradan todos los determinantes de la salud. Cuántas personas están perdiendo su hogar día a día, asimilándose a los supervivientes de los campos de contención que privan el acceso a una Europa que se dice a ella misma "compasiva"… ¿Se lo quieren explicar a René Robert, su viuda y sus amigos? ¿Se lo quieren explicar a los centenares de muertos por covid, ahora difíciles de encontrar en las estadísticas para mayor gloria del sarcástico proceso que llaman "gripalización"?

La mercantilización de la sanidad, el juego de tahúr de la economía con la salud, con la mayordomía de jueces y políticos, es un negocio lucrativo. Solamente hay que aceptar un hecho: que la vida humana del común de los mortales cotiza a la baja. Hasta que su valor toque fondo. O hasta que no nos damos cuenta de que somos cómplices de la estulticia, de la desposesión, del fomento de la desesperanza y el miedo inducida, criminal, que nos deja, a todas, sin fuerzas y sin oxígeno.

¡Via fora!