Georges Moustaki canta a la soledad, "fiel como una sombra", y le dedica unas palabras preciosas. Porque la soledad es maravillosa cuando es escogida. Pero si no la quieres, se convierte en una pesadilla detestable. La soledad impuesta, nada que ver con la soledad querida, afecta obviamente a la salud social y emocional, escribe el filósofo Jordi Pigem. Y la física. Pigem hace referencia al doctor Mandred Spitzer que advierte: estar solo puede causar más problemas de salud que la obesidad, el alcoholismo o el tabaco. Y sigue Pigem con la grandiosa Hanna Arendht, que escribía que "fomentar la soledad es fomentar el totalitarismo". A Pandemia y posverdad, un volumen que acaba de salir del horno de Fragmenta, leemos que la gestión de la covid-19 ha generado depresiones, enfermedades mentales y ha incentivado los suicidios. El día que me han escuchado más este año a clase en la universidad ha sido cuando he hablado de enfermedades mentales y comunicación. Paramos máquinas. Todo el mundo te mira y te escucha como nunca, cuando abordas estos temas de la cabeza. Y mientras vas desgranando como los medios de comunicación, las series, las películas, muestran los personajes considerados "malos" con problemas mentales más te das cuenta que tantas veces no somos conscientes de la invasión ideológica que nos fagocita. Estigmatizar las enfermedades mentales haciendo creer que son crónicas e incurables no ayuda a su gestión ni acompañamiento. Tampoco contribuye no reconocer que es la misma digitalización vital la que provoca también alteraciones. Y nadie vive en la inmunidad. Ni siquiera los quienes se piensan que no utilizan las redes sociales o no están en internet.

Enfermedades nuevas, ligadas a la hiperactividad y adicciones, como la nomofobia (no saber estar sin el móvil), el mareo cibernético o fatiga de pantalla, la IAD (Desorden de Adicción en Internet) el efecto Google, o el Phantom Ringing Syndrome (pensar que te vibra el móvil, cuando el objeto está más quieto que un pasmarote) son señales de la invasiva presencia digital a nuestra existencia.

Jordi Pigem, filósofo y escritor de los que tocan de pies en el suelo, condensa en pocas páginas las distopías de Huxley y Orwell con el control que ejercen hoy el Foro Económico Mundial y grupos de poder que alaban la tecnología y depositan la fe en los robots que nos vigilan. La soledad del bebé surcoreano de tres meses que murió de inanición porque sus padres "se olvidaron de cuidarlo" porque estaban ocupados con juegos digitales que macabramente consistían en alimentar a una criatura —virtual— es un grito desesperado que combina soledades contemporáneas. La de la criatura que no había pedido venir al mundo y que por negligencia de sus propios progenitores murió abandonada. La de unos padres inpreparados y alienados por una tecnología mortal que ha engullido su entendimiento y emociones. La soledad de una sociedad que es incapaz de poner barreras a la barbarie robotizada controladora y que acepta limitaciones de libertades. La Navidad intensifica las soledades contemporáneas, pero también puede ser un antídoto. Llamad a la gente mayor y sola, ha dicho el Papa Francisco en un mensaje navideño. ¿Una palabra puede romper una soledad? Y tanto. Mucho más de lo que nos pensamos. Una palabra, muchas veces, salva.