La semana pasada vi a La sociedad de la nieve, pero lejos de removerme las vísceras o emocionarme, la superproducción más cara de la historia del cine español me pareció tan superficial que me pasé más de media peli pensando en Joan Vinyoli, Ausiàs March y Gabriel Ferrater. Sí, es verdad, una de las cosas malas de estar podrido de literatura© catalana es que muchas veces, a menudo sin quererlo, es fácil acabar pensando en las letras nuestras ante alguna situación aparentemente poco literaria, como por ejemplo recitar Verdaguer cuando en El Temps de TV3 muestran la cámara de Perpinyà o pensar automáticamente en el Viatge als grans magatzems de Josep M. Espinàs después de ver, el otro día, el clásico grupo de señoras entrando en trompa a las rebajas de El Corte Inglés. Sin embargo, una de las cosas buenas que eso pase es que si un día Juan Antonio Bayona te secuestra en pleno calle Aribau, te obliga a entrar en el cine y además te roba 8€ mientras te retiene viendo su nuevo film, como mínimo puedes matar aburrimiento pensando interiormente en algunos de los mejores poemas de la historia de la literatura catalana.

Todo el mundo sabe de qué va la peli, supongo: la expedición de un equipo de rugby uruguayo se queda tirada en medio de los Andes sin comida, sin ropa de abrigo y sin comunicaciones. La tragedia, sucedida el año 1972, se convirtió en milagro porque una quincena de pasajeros de aquel fatídico vuelo sobrevivieron después de setenta y dos días en medio de la nada, pero precisamente porque esta historia es mundialmente conocida y ya cuenta con una peli como Viven (1993), de La sociedad de la nieve se espera alguna cosa más de lo que es: un simple remake de su predecesora pero con los efectos especiales del 2023. Es decir, escenas más espectaculares, una sensación inmersiva que permite al espectador sentirse uno más de aquella tripulación y una fotografía que convierte la montaña, paisajística y conceptualmente, en otro mundo mucho más próximo a otra vida que a la existencia humana en el planeta Tierra. Más allá de estas cositas técnicas propias de un blockbuster, el guion de la película, quizás para mimetizarse con la trama, es tan pobre como una carne a la parrilla sin fuego, sobre todo a la hora de encarar el tema clave de aquella epopeya: la necesidad de practicar la antropofagia para no morir.

El tema del canibalismo no ha sido demasiado explotado por los poetas de casa nuestra, pero lo que sí que les ha gustado hacer a menudo es escribir versos literalmente caníbales para expresar sentimientos metafóricamente amorosos. Cuando Ausiàs March escribió que 'la carn vol carn', evidentemente no se refería a que al rey Alfons el Magnànim le gustara desayunar el hombro deshuesado de algún genovés muerto en la batalla de la Foç Pisana, sino de la atracción sexual entre personas. Tampoco Gabriel Ferrater tenía una intención puramente imperativa cuando tituló su segundo libro Menja't una cama, ni mucho menos una voluntad metafísica en relación con el ejercicio de cómo cocinar la carne humana cuando bautizó su tercer poemario como Teoría dels cossos. No habría estado mal, sin embargo, que Juan Antonio Bayona hubiera tenido presentes algunos de estos precedentes en nuestra poesía con el fin de narrar con una pizca más de profundidad el momento crucial de la película en que los supervivientes del accidente están literalmente muriendo de hambre y uno de ellos, talmente como si fuera Jordi Cornudella, le dice a otro "cómete una pierna". Pero la pierna de uno de los cadáveres apilados en la nieve, claro está.

Ya sé que aquellos supervivientes no eran todos Eduardo Galeano o Mario Benedetti, a pesar de ser también uruguayos, pero su conducta es tan fría que solo se explica como mensaje semiótico. Quizás es porque pasaban muy frío y estaban desnutridos, qué sé yo, pero si bien tienen fuerzas para matar el rato jugando a recitar poemas con rima como si fueran glosadores participando en el Combat de Espolla, ¿cómo es que no tienen para hablar entre ellos como hombres desatascados? Pues porque están atascadísimos emocionalmente hablando, o así nos los dibuja la peli. Claro está que tampoco es nada extraño, sobre todo teniendo en cuenta el nulo e invisible papel que tienen las mujeres supervivientes. ¿Cómo es posible hacer una película donde la única escena lejos de las montañas pasa en una iglesia y dar tan pocas vueltas a la idea de Dios? ¿Por qué un personaje afirma que en las montañas encontró el 'más allá' pero después se reflexiona tan y tan poco sobre qué significa, metafísicamente, el más allá? ¿Es normal, en definitiva, desperdiciar setenta y dos días de gente viviendo al límite para explicar su historia sin que haya ni una sola conversación trascendental, memorable o que te haga reflexionar sobre la esencia de la condición humana cuando te marchas del cine y te vas por fin a cenar?

Si hace cinco meses salí del Aribau golpeado por una peli como Barbie, para la cual no daba un duro y que resultó hacerme reflexionar de lo lindo sobre temas como el patriarcado, esta vez llegué a casa sin pantalones, ya que el atraco de Bayona es de tal magnitud que también me birló los tejanos, el reloj de mi padre e incluso la T-Casual de 4 zonas. La única cosa que me quedó a mano fue un verso que Joan Vinyoli también escribió en slips el año 1978. Sin ser yo demasiado vinyoliano, con quien no he conectado nunca, confieso que toda la vida me ha llamado la atención "El bany", un sugestivo poema erótico que describe la imagen de una chica desnuda saliendo del agua después de follar dentro del mar. Es un poema claramente carnal, donde Vinyoli habla de un 'pubis escarolado' tan plástico que te transporta a la nevera de las verduras de un supermercado Bonpreu y de unas 'agujas de agua/ que le caen por el cuerpo evaporándose', como las escurriduras de agua secándose en la piel, encima de la arena y bajo el sol, y que son 'gritos de amor'. Por suerte, antes del final, Vinyoli avisa de que 'hablamos/ con ayuda de metáforas', ya que después de este verso es cuando el poeta de Santa Coloma de Farners le confiesa a la chica que 'te adoro hasta el esqueleto'.

Allí donde Vinyoli confiesa adorar a su querida hasta el más escondido y profundo que hay en ella, los huesos, Juan Antonio Bayona construye una película sobre la convivencia, la amistad y el cooperativismo ante una situación límite sin tocar, en ningún momento, la tecla del amor. Alguna vez, alguien, grita añorando a su madre antes de morir. Otra vez, uno de los supervivientes se aferra a su hermana cuando esta exhala el último aliento antes de diñarla de hipotermia. Ahora bien, ¿es posible construir cualquier sociedad sin camaradería, sin admiración mutua y, en definitiva, sin amor? Lógicamente, no, por eso La sociedad de la nieve es la historia mal explicada de una quincena de personas que sobrevivieron gracias a transformar el hecho de zamparse a sus amigos muertos en un acto de amor -empezando por el amor a los otros de los dos valientes que se encargaban de descuartizar los cuerpos-, pero sobre todo es la historia de un grupo de gente que sobrevivió a un infierno blanco, como Jesús cuarenta días en el desierto desafiado por el diablo, porque se dieron cuenta de que la única manera de volver a la vida era teniendo fe los unos en los otros. Respetándose los unos a los otros. Amándose los unos a los otros. En definitiva, adorándose hasta el esqueleto, a la manera vinyoliana de entender la metáfora, los unos a los otros.