A Pablo Iglesias se le ha oído hablar poco –o casi nada– de la "casta" en esta campaña que ha supuesto la resurrección del líder de Podemos y de la marca que encabeza. El candidato de los morados a la presidencia del Gobierno ha protagonizado un espectacular reset en varios frentes, desde el discurso a las maneras, pasando por la cuestión catalana. Y, así como todos los caminos llevan a Roma, el podemita ha acabado por llegar al mismo sitio que todos sus adversarios: el centro. El centro (espacio sociopolítico, estado de ánimo o pulsión autocastrante, mal necesario) que hoy volverá a determinar el reparto de poder en España cuando se abran las urnas.

El líder de Podemos puede que haya asumido ya que más allá de la "casta", de convertirse en "casta", aunque sea "casta" de nuevo cuño, con coleta, con piercing o con pendiente, no hay nada. Dicho de otra manera, que para estar en condiciones de asaltar los cielos no hay veredas: hay que tomar las autopistas del sistema, hay que ser sistema: organice un partido, preséntese a unas elecciones, gánelas, entiéndase con los bancos, y olvide su programa, que para eso están los programas. Y a ser posible, gobierne, pero lo justo.

Duro para Pablo, muy duro. Pero si Iglesias está en condiciones de superar hoy los 50 diputados en el Congreso con el concurso de sus marcas afines –entre ellas, la colauista En Comú Podem–, e incluso culminar la espectacular remontada detectada por todos los sondeos apócrifos y prohibidos en la segunda semana de campaña, es porque ya es "centro", o sea, casta, sistema. Pablo puede dar la sorpresa. Los sondeos que manejan los partidos, el PSOE y el PP, y los de la famosa web andorrana (ni que estuviésemos en los tiempos de La Pirenaica, legendaria emisora clandestina del PCE que emitía desde Moscú) alertan de que Podemos puede ser segunda fuerza; de producirse, un auténtico terremoto.

Si Iglesias está en condiciones de superar hoy los 50 diputados en el Congreso con el concurso de sus marcas afines –entre ellas, la colauista En Comú Podem– es porque ya es "centro", o sea, casta, sistema
Pablo ya es casta. La nueva casta. Lo empezó a asumir el día que prescindió de Juan Carlos Monedero –alma mater del Podemos chavista– y se provó a sí mismo en la nueva situación cuando regaló a Felipe VI un pack de Juego de Tronos, su serie de referencia, en una imagen que ahora, sólo ahora, empieza a cobrar su sentido, por no decir que ya no se antoja tan ridícula. Se puso corbata, Pablo, en la celebración del día de la Constitución: por respeto "al pueblo", dijo. Claro: el pueblo. Las filosofías críticas, desde Nietzsche, mataron a Dios, luego al hombre y luego al sujeto todo. Las nuevas filosofías y las sociologías críticas, los postneomarxistas, los Laclau, los Negri, los Zizek, los Harvey, lo reconstituyeron. Normal: sin sujeto, no hay derechos. Ni individuales ni colectivos (de masas). Y sin sujeto tampoco hay enemigo: el Imperio, la casta.

Reflexionados los muchos errores cometidos en la campaña catalana, entendió que relevar al PSOE (para quizás un día derrotar al PP) requiere ilusionar a los catalanes, o, al menos, no condenarles antes de tiempo (tranquilo Pablo, nos condenamos solos). Pablo ha pronunciado un nuevo "apoyaré" en versión referéndum a la escocesa, pero quizás esa será la única oportunidad que le quedará a España para que los catalanes no se vayan. Lo suficiente, en todo caso, para que Ada Colau aspire a que su candidato, Xavier Domènech, gane hoy las elecciones en Catalunya. Bastante más que la no-oferta de Rajoy de mejora de la financiación autonómica, o sea, de "cumplir" la ley que obliga a revisar el sistema cada cinco años. Y, desde luego, lo mismo que prometía el PSC en el 2012 y bastante más que la eterna gaseosa federal que Pedro Sánchez se dejó en el camerino antes de batirse en el penoso duelo televisado con Rajoy.

Pablo ha pronunciado un nuevo "apoyaré" en versión referéndum a la escocesa, pero quizás será esa la única oportunidad que le quedará a España para que los catalanes no se vayan
Cuidado: las urnas se cierran a las ocho y el sujeto "España" aún tiene tiempo de pensárselo. Son tiempos de psicopolítica, de la política de las emociones entendida bajo el prisma del "me gusta" en Facebook y el corazoncito que ha sustituído a la estrella amarilla de los favoritos en Twitter. Y Pablo ha protagonizado ya su particular "revolución de las sonrisas". Sí eso también lo aprendió en Catalunya, cuando se batió –y se descalabró– frente a Junts pel Sí. Los independentistas de la sonrisa ganaron –mal– pero ganaron. Y ellos –los Mas, los Junqueras, los Romeva– también tuvieron y tienen a Merkel y Obama en contra, amén de Rajoy y de Rivera, claro.

En una campaña no sólo anodina, sino desgraciada –con ese puñetazo a Rajoy como metáfora final de que algo no va bien en Pontevedra, no en Vallecas ni en Barcelona–, Iglesias, el emergente hasta hace poco cada vez más sumergido, de golpe ha renacido como lo más fresco. Lo posible. La promesa. El quizás. La nueva izquierda en el viaje al centro del sistema. La nueva casta que viene. Al PSOE se le acabó el tiempo. Y Albert Rivera se ha ahogado en el reloj de arena. Sí: puede que el líder naranja, el otro adalid del fin del bipartidismo y de la llamada "nueva política", salve finalmente a Rajoy (o imponga a Soraya). Precisamente. Por eso se ha hecho ya viejo, viejísimo.