El regreso a Palermo ha empezado como acabó el primer viaje con Pep. Después de visitar Corleone, nos detuvimos a comer en una casa rural camino del aeropuerto. Con la barriga llena de productos de la tierra, pedimos tomar el café fuera antes de retomar la marcha. Estábamos sentados en una terraza natural rodeada de campos y montañas, calentados por el sol de primavera. Pep hablaba y yo fumaba un Lucky Strike. La claridad de la luz, combinada con la dulzura del aire y la belleza esquemática del paisaje, me iba absorbiendo con una fuerza hipnotizante. De repente dije: “Si tardamos en irnos, pediré una habitación y me perderé en esta isla para siempre”.

Esta tarde he tenido la misma sensación vertiginosa, pero junto al mar. Después de dejar las cosas en el piso, hemos ido a ver el palacio neogótico que la familia Florio se hizo frente a la Almadraba de Palermo. El palacio es un pastelito de fantasía, pegado a la fábrica de atún —de diseño mucho más pragmático y austero—, que hizo tan rica a la saga. El edificio se levanta sobre el mar coronado por cuatro pináculos bizantinos que refuerzan el aire fantasioso, de pintura romántica inglesa desdibujada por los efectos mágicos de la niebla, que le da su planta perfectamente cuadrada.

El malecón aún no existía en 1830, cuando la familia Florio compró la almadraba al príncipe de Niscemi. Entonces el palacio quedaba mucho menos resguardado. Ahora, delante de la casa Florio, en vez de atunes muertos, hay un modesto puerto deportivo y una playita. Como el palacio solo está abierto a los visitantes un día a la semana, lo hemos visto por fuera y nos hemos sentado en unos bancos que había en un cobertizo, cerca de un submarino monumentalizado de color amarillo que llevaba inscrito, en letras azules: Deep Hopes II. Después de comentar un rato la jugada, Albert y yo hemos cerrado los ojos y hemos entrado en un estado de contemplación interior. Jesús ha empezado a hablar. Nos explicaba las teorías de Jodorowsky y sus curas milagrosas.

Jesús, que vive en un estado de desasosiego poético casi permanente —como si sintiera el rumor de los dioses en una realidad paralela separada de la suya por apenas una pared—, se ha callado de repente, extasiado por el espectáculo. “Hace una tarde hermosa”, ha dicho con un suspiro. Sin abrir los ojos, me he reído al ver cómo la frase, que podría haber sonado recargada, encajaba como un guante con el momento. Nos hemos callado un rato y un marinero que pasaba por allí nos ha preguntado si necesitábamos algo. “Ahora mismo lo tenemos todo”, ha dicho Albert. El aire era dulce, la luz pura, la temperatura perfecta. El rumor del mar resonaba dentro de una campana de silencio beatífico, lamiendo morosamente la arena y la panza de las barcas.

Ellas respondían en italiano, pero Jesús insistía y les preguntaba por qué no le hablaban siciliano si eran sicilianas

Cuando hemos empezado a movilizarnos, la tarde empezaba a caer. Hemos subido por una calle humilde, que olía a pescado, dorada teatralmente por el sol. Hemos cogido un autobús en una parada llena de mujeres pobres, gordas y pintorescas. Jesús les ha preguntado si sabían hablar siciliano. Como ha pasado con la chica que nos ha alquilado el piso —que se ha puesto roja y nos ha dicho que con nosotros solo le salía hablar en italiano—, se ha creado una situación incómoda. Ellas respondían en italiano, pero Jesús insistía y les preguntaba por qué no le hablaban siciliano si eran sicilianas.

Todas se han apartado de nosotros, un poco ofendidas, excepto una señora que también hablaba italiano pero que parecía empatizar con Jesús. Como se ha sentado a nuestro lado, Jesús le ha preguntado si nos entendía. “Bastante, pero ahora estaba pensando en mis cosas”, le ha dicho con un tacto maternal. Jesús le ha explicado que Albert es médico, que yo escribo, y ha añadido, haciendo el papel de Josep Pla: “Y yo soy pobre y viejo”. La señora lo ha mirado sonriendo: “Si usted es pobre —ha dicho—, entonces yo soy pobrísima”, y nos hemos reído los cuatro. De reojo he visto que Jesús pensaba melancólico: “Hace 30 años tenías un buen revolcón”.

Palermo es una ciudad que parece estancada en 1980. He encontrado rastros de la Barcelona de mi infancia en el urbanismo de la época burguesa y en las caras de la gente. Cerca de casa, nos hemos parado a tomar un café. Elevadísima conversación entre Albert y Jesús sobre el filósofo Giorgio Colli. “¿Por qué el café de aquí es tan bueno y el de Barcelona es tan infecto?”, he preguntado para volver a entrar en el juego. “Porque esta es una sociedad que aún está regida por el honor —ha dicho Albert—. En cambio en Barcelona hemos perdido el espíritu agonal, que es lo que nos hacía competitivos”.

“Agonal viene de agónico”, ha añadido Jesús. Me ha hecho gracia porque, a la hora de cenar, mientras nos comíamos un pulpo a la brasa, Albert ha encontrado injusto que dijera que los catalanes se dejaron engañar por los políticos por pura cobardía. He pensado en un poema que Jesús dedicó a Colli en su libro Anatòlia: “El sabio es un guerrero que siempre es precavido / contra los ataques mortales de monstruos y de héroes / que alcanza la victoria a veces contra los dioses”. Es el sueño del catalán que hizo el procés y que ahora sí agoniza: ganar con un golpe de astucia, torcer el destino con una pirueta irónica de la inteligencia.

La cobardía de los grandes humanistas que se dejaron robar la Europa que ahora se escurre por el desagüe.