Hace muchos años que vivo en un piso que da a una plaza relativamente grande de Barcelona, lo bastante bien urbanizada, que dispone de dos zonas infantiles, una especie de río, árboles... y una zona de |recreo para perros (antes "pipicán"), de cerca de 300 metros cuadrados.

Aunque no he tenido nunca, entiendo a la gente que les gusta tener un perro en casa y confieso que cuando los veo paseando por la calle, con sus dueños, me resulta una estampa agradable a la vista. Sin ningún tipo de duda se trata de una externalidad positiva, dado que no me generan ningún coste, más allá de algún excremento que algunos (muy pocos) se olvidan de recoger de la acera. Ahora bien, el pipicán de delante de casa (y me imagino que los otros de la ciudad) también me genera una externalidad negativa.

Resulta que durante muchos ratos a lo largo del día, hasta avanzada la noche, algunos perros ladran de lo lindo, ya sea porque juegan con otros perros, porque reclaman la atención del dueño, porque alertan de la presencia de otros perros que pasan fuera del pipicán, sea por el motivo sea. De 7 a 9 de la noche la cosa es un festival. Ni con las ventanas cerradas uno se puede liberar de los ladridos, que pueden llegar a ser de una intensidad realmente alta, que era todavía más perceptible durante el confinamiento obligado de las personas. Por primera vez en años oí enfrentamiento verbales y silbidos desde ventanas y balcones con algunos propietarios de perros que no paraban de ladrar.

No dudo de la necesidad de pipicanes para los perros en un entorno urbano como en el que vivimos. Nada que objetar. Para mí, a veces, verlos puede llegar a ser una distracción. Pero de aquí a que los ladridos entren en casa a cualquier hora del día, ahora que vivimos con ventanas abiertas, hay una distancia.

Lo más lógico y fácil de todo sería que los propietarios de perros ruidosos los controlaran. En ausencia de eso, si uno llama a la Guardia Urbana, esta se te saca de encima porque todo va de acuerdo con la norma. Sugiero a la moderna y progre alcaldesa Colau que a los perros que ladran en el pipicán sea obligado ponerles el bozal. En el metro los perros ya lo llevan por seguridad para con el resto de usuarios; en los pipicán sería por respeto a los residentes. Fácil, más todavía ahora que a los humanos nos vemos obligados a llevar mascarilla.

Me viene a la memoria un fragmento de la espléndida novela sobre Sostakovich de Julian Barnes El ruido del tiempo. El músico se encuentra en una casa componiendo con ruido de perros en el fondo y Barnes narra: "A él, lo único que le molestaba eran los ladridos de los perros: aquel ruido histérico e insistente que interfería con la música que oía dentro de su cabeza. Por eso prefería los gatos a los perros." Yo no prefiero ni unos ni otros en casa, sólo agradecería el silencio en beneficio de la convivencia urbana.

Si la alcaldesa que se disculpa a los niños y a los jóvenes por el trato que han recibido durante la pandemia, no se ve con ánimos hacer obligatorio el bozal a los perros ruidosos, tiene otras posibilidades. Por ejemplo, podría regalar cascos de protección auditiva, para cuando el residente quiera silencio; o bien cascos de alta fidelidad, para cambiar ladridos por música de Mozart. También podría subvencionar la mejora del aislamiento sonoro de ventanas y balcones; y el coste de consumo electricidad del aire acondicionado adicional por tener que estar con ventanas cerradas.

Porque, en definitiva, todos estamos de acuerdo con que en Barcelona no tendría que haber personas de segunda y animales de primera, ¿verdad?

Modest Guinjoan, economista