España no es una nación, ni un proyecto de país, sino solo —aunque no es poco—, un Estado, y un Estado construido desde una concepción de conquista. Es decir, no se ha forjado en la convivencia, sino en la imposición, y solo desde la fuerza represiva ha impedido que las naciones que lo conforman se pudieran liberar. Bien lo sabemos los catalanes, que hemos sufrido y sufrimos severamente las consecuencias.

Por eso mismo, porque no es una nación, ni un proyecto de país pactado, negociado, surgido del acuerdo entre las partes, sino una estructura artificial impuesta a trabucazos, su edificio sufre de aluminosis desde los cimientos. Es un Estado decadente, dominado por una espesa red de familias e intereses, asentado en una institución monárquica podrida de raíz, y en situación de alerta permanente para no perder la unidad que forjó gracias a las armas. Muchas de las miserias que acumula vienen de este pecado de origen: la incapacidad para crear una cultura del esfuerzo y la iniciativa privada, forjada en la concepción cortesana de las influencias; la negativa a generar una cultura democrática que respete las identidades y las lenguas, temerosa de perder los privilegios de conquista; su retrovisor permanente, alejado secularmente de las corrientes de la modernidad; y sobre todo, su incapacidad de creer en una ciudadanía libre, siempre necesitada de salvadores de la patria que la salven de ella misma. La historia de España es un vaivén permanente de borbonadas, represiones y golpes de Estado que, durante el siglo XIX y XX, la han anclado en las corrientes más regresivas de Europa. No olvidemos, por ejemplo, que mientras en Europa nacía la Ilustración y se vivía la Revolución Francesa, Fernando VII recuperaba la Inquisición. Y fue en España donde las corrientes fascistas europeas cuajaron en décadas de dictadura. Y ya en pleno siglo XXI, hemos podido ver y sufrir la reacción represiva y fasciszante de España ante el conflicto catalán. Tres siglos después, cambian los tiempos y los métodos, pero se mantiene intacta la misma esencia antidemocrática y reaccionaria.

Juan Carlos es una caricatura patética y enfermiza de una España sin conciencia crítica, totalmente amordazada, incapaz de reaccionar ante su propia decadencia. Es la esencia de la decadencia de un Estado que nació por la conquista, se impuso por las armas y se ha mantenido mediante la represión

Desde esta perspectiva, la conclusión de que España es irreformable es inevitable, o mejor todavía, solo se puede reformar si se rompe y, de lógica, sufre una catarsis monumental. Es una concha fosilizada, dentro de la cual se mantiene vivo el ADN de la Contrarreforma y, por eso, cada vez que alguien le hace un agujero, por pequeño que sea, se activan los genes represivos. Personalmente, estoy desgraciadamente convencida de que no hay ninguna opción de mantener una Catalunya catalana dentro del Estado español, y cualquier cesión de tiempo no es nada más que tiempo que gana el Estado para aniquilarnos. En este sentido, sería de agradecer que aquellos que, rendidos —pero cómodamente asentados en sus poltronas—, han renunciado a la confrontación con el Estado en la defensa de nuestros derechos, se dejaran de cuentos: no tenemos cabida ni ahora, ni en décadas, ni en generaciones, y cuanto más tiempo pasa, más débil es Catalunya, y más fuerte es España dentro de Catalunya. Perdemos recursos, perdemos oportunidades, perdemos el idioma, perdemos la identidad, perdemos la capacidad de excelencia, perdemos el tren de la historia. Ir saliendo del paso políticamente –con espantajos de falsas mesas de diálogo, chácharas altisonantes y acuerdos vacíos— no es nada más que el proceso de nuestra agonía nacional. ¿O creemos que sobreviviremos eternamente a los daños de un Estado depredador? Es cierto que hemos conseguido sobrevivir tres siglos a un intento constante de destrucción de nuestra identidad, pero también lo es que a cada estocada nos hemos quedado más heridos y más débiles.

Por eso mismo, hace falta repetir la letanía y no errar la estrategia: España es irreformable. El ejemplo más preciso de esta realidad pétrea es la historia del reyezuelo comisionista y defraudador, que ahora se ríe de la ciudadanía desde una dictadura del petrodólar. Juan Carlos es la metáfora más descarnada de esta España irresoluble, asentada en unos cimientos profundamente podridos: lo coloca en el trono un fascista que se mantuvo en el poder encima de un foso de centenares de miles de asesinatos; desde el primer minuto aprovecha el cargo para cobrar todo tipo de comisiones, fortalecer los vínculos con los amigos más siniestros —Kashoggis incluidos— y enriquecerse de la manera más indecorosa; comisiones, amantes, viajes de lujo pagados con dinero público, fraude a Hacienda, y todo perpetrado con total impunidad, amparado por las estructuras del Estado que lo protegen de sus miserias; los abusos que ha cometido durante décadas han estado también amparados por el silencio de los periodistas, tan amordazados como la ciudadanía; y, finalmente, cuando se abre un poco la rendija y salen los fantasmas, el Estado le paga la huida, la protección y la vida de lujo. Y después vuelve a España, se pasea con los amigos de farra, muestra su lujuria económica y se vuelve al país del tirano islámico cargado de marisco gallego, por aquello del amor patrio. Juan Carlos es una caricatura patética y enfermiza de una España sin conciencia crítica, totalmente amordazada, incapaz de reaccionar ante su propia decadencia. Es la esencia de la decadencia de un Estado que nació por la conquista, se impuso por las armas y se ha mantenido mediante la represión. Y en esta España secularmente reaccionaria y ferozmente insensible al latido de otras naciones, solo tenemos cabida si dejamos de ser catalanes.

Esta es la encrucijada en el cual tenemos que situar la lucha catalana: o ceder y volver al autonomismo chabacano, lentamente convertidos en una mera provincia del reino, como somos ahora mismo; o confrontarnos y luchar, a pesar de las dificultades, por nuestra dignidad que, a la vez, es la lucha por la libertad. No existen los caminos del medio que defienden los vendedores de humo, solo son un atajo más que nos conduce a la irrelevancia.