Todos somos un centro. El centro de una ciudad que funciona es tu almohada. Desde tu cama, se dibujan los itinerarios, relaciones y servicios que definen tu experiencia de la ciudad. Tu mapa, tu memoria y tu esperanza empiezan cada día en el momento ambiguo que olvidas qué has soñado exactamente durante la noche. Gobernar esta ciudad personal quiere decir poder pasear libremente, sin miedo a ser agredido y con la expectativa de poder construirte una vida mejor, a partir de tu audacia, tejiendo tus comunidades, compartiendo los espacios y los bienes comunes.

Cuando se me pide que explicite una serie de políticas concretas para Barcelona, hago un esfuerzo para morderme la lengua —me muero de ganas—, porque promover unas primarias abiertas quiere decir ser capaz de separar, por una parte, la idea de que necesitamos atraer nuevo talento, que tenemos que contrastar ideas y programas con luz y taquígrafos, que es urgente que afilemos candidatos y equipos en debates públicos, de, por la otra, las propuestas concretas que la gente de Barcelona es Capital ambicionamos para nuestra ciudad. Pero la propuesta de hacer unas primarias abiertas a todo el soberanismo para escoger alcalde y concejales ya lleva implícito un modelo de ciudad y de gobernanza.

Barcelona, por historia, por la idea de libertad que encarna, por ambición de futuro, sólo puede ser una ciudad descentralizada. Eso quiere decir que en torno a los mercados, a los parques, a las bibliotecas, a través de las avenidas, a los ejes fluviales que bajan de Collserola y a ambos lados de Montjuïc o els Tres Turons —que forman una preciosa simetría con la Diagonal en medio, como un signo %—, tiene que haber una ciudad próspera y libre, donde se pueda caminar y encontrar siempre viviendas, tiendas, árboles, espacios de trabajo —en una palabra, vida urbana—. A diferencia de ciudades como Los Ángeles o de las nuevas ciudades surgidas desde los Juegos Olímpicos de China, donde se trabaja en un lugar, se vive en otro y se hace la compra todavía en otro lugar, el urbanismo europeo, que está en la base de la democracia, se urde como un entramado de vidas que se encuentran esencialmente yendo a pie.

Pero para hacer eso no sólo hace falta que haya equipamientos de barrio en cada pequeña ciudad, ni tampoco basta con constatar y celebrar las múltiples identidades que se conjugan de Sarrià a Sant Andreu, pasando por Gràcia, como ecos de las poblaciones que fueron. Es imperativo también descentralizar el tipo de equipamientos que dan servicio a toda la ciudad y que todavía ahora definen la vieja idea de centro: una universidad, una biblioteca nacional, un palacio de deportes, un auditorio —todo eso hace falta descentralizarlo en partes de Barcelona que hagan de sus barrios espacios porosos—.

También quiere decir que los centros de atracción mundial —el Camp Nou, el Parc Güell, el Supercomputador— tienen que repartirse por la ciudad (y así de paso descongestionamos el 15% de la ciudad que concentra el 90% del turismo y repartimos el crecimiento económico). Quiere decir imaginar la fachada fluvial del Besòs —que es la zona más empobrecida de Barcelona y quizás de toda la Gran Barcelona metropolitana— como un espacio a conquistar por los bulevares, los transportes de calidad y el progreso económico a partes iguales. Este proyecto que lleva más de dos legislaturas en el tintero, todavía choca con la realidad de un entorno de almacenes y espacios vacíos —como lo era Brooklyn hace 30 años—, herederos de una Barcelona que ya no existe. Pasar del tintero a la realidad quiere decir dar herramientas a los barrios para que se autogobiernen y puedan imaginar un futuro que se conjugue con toda la ciudad. No hay proyectos ideales, ni la clave son sólo los genios al servicio de visiones rompedoras, sino la confluencia de visiones a las cuales se da apoyo, inversiones, cobertura. La diversidad es nuestra igualdad, es nuestra libertad.

Las primarias no son un modelo de selección de personal, ni son una manera de excitar los instintos de unidad ante el peligro de perder la ciudad ante el españolismo y el jacobinismo xenófobo y autoritario

Todo eso genera impactos en las prioridades de inversión, en la planificación de calles, en el transporte público. De la misma manera que los experimentos que vamos probando para adelantarnos a la segura desaparición del coche de las ciudades —¿sabíais que sólo un 14% de los barceloneses van en coche a trabajar, mientras que un 30% lo hace a pie?— se tienen que poder probar en las zonas tradicionalmente nobles y céntricas, y no centrifugar a la supuesta periferia los costes del ensayo —y— error, sin tener presentes las necesidades vitales de los vecinos (el desastre de la supermanzana del Poblenou corre el riesgo de cargarse una buena idea por las razones incorrectas).

La ciudad es un todo orgánico que hay que pensarla como una danza cotidiana donde cada gesto genera un efecto dominó vital y jubiloso, que se extiende fuera de sus límites administrativos hasta la Gran Barcelona, la Barcelona Capital que incluye la llamada Área Metropolitana (odio este nombre burocrático y sin alma). Hace falta el tipo de audacia que nos permita pensar las políticas de vivienda, de comercio internacional, de competición global en términos que incluyan a los cinco millones de personas que orbitan en torno a los millones de ciudades que cada día hacemos y deshacemos caminando o utilizando el transporte público. Que incluya la red de ciudades del Principado que hacen de Barcelona un bastión inexpugnable.

Las primarias son la consecuencia lógica de esta perspectiva, y están conectadas con centenares de políticas pequeñas y grandes que tienen que acelerar la ciudad y llevarla a liderar su espacio natural geográfico, que ocupa todo el Mediterráneo occidental. Y desde aquí, ofrecer el modelo de democracia y urbanidad que Barcelona encarna.

Como más densa sea esta malla de ciudades personales, más humana y próspera será Barcelona, y más difícil será que los buitres de la globalización hagan uso de su debilidad institucional para explotarla, e ir degradando su historia de libertad hasta convertirla en un parque temático para termitas. Más fácil será que la mundialización de la experiencia humana tenga en Barcelona un paradigma luminoso, abierto y conectado con el futuro.

Las primarias no son un modelo de selección de personal, ni son una manera de excitar los instintos de unidad ante el peligro de perder la ciudad ante el españolismo y el jacobinismo xenófobo y autoritario. Las primarias son la concreción democrática de un espíritu urbano que Barcelona puede ser en el mundo, que haga de la crítica y la pluralidad su razón de ser, que sepa aprovechar el pensamiento vanguardista que nos es esencial ante la revolución tecnológica y laboral que ya tenemos encima. Que permita a cada uno de los barceloneses superponer su ciudad con la de los otros 1,6 millones de alcaldes, y conjugarlas en una revolución imparable que la haga ser el faro de libertad. Que sus calles concreten esta libertad con el pasear presuroso o moderado de los ciudadanos que caminan sin miedo, encontrando árbol, tienda, casa, trabajo. Las primarias es hacer la ciudad a pie, con la vida.