El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, ha dicho que Ramon Trias Fargas era un pragmático “en el buen sentido de la palabra”. Y es que tiene razón el Muy Honorable, porque las palabras pueden utilizarse en muchos sentidos, la verdad es que sí. La mayoría de las veces se emplean en sentidos maliciosos, e incluso sediciosos, porque la gente del común es como es. Mala. Y, además, no se lava y se gasta el dinero en vicios. Sí, llegamos a un punto de tanta mala intención que la misma palabra “Triasfargas” acabó siendo sinónimo de lucro, de corrupción de un partido político, gracias al frívolo bautizo de la fundación de Convergència Democràtica de Catalunya. Porque con la honorabilidad del nombre Trias Fargas creían que lo taparían todo. Con ese nombre y con música catalana como aderezo. Y es porque quien estira más el brazo que la manga siempre imagina que a él no, a él no le pillarán, que todo el mundo es corto de entendederas. Ayer, la verdad, fue triste verlos sentados, el president Pujol, para bien y para mal, responsable de todo lo que fue CiU y Miquel Roca, enemigo íntimo del ya centenario Ramon Trias Fargas, juntitos los dos, casi del brazo. Pujol y Roca están vivos pero la memoria del fallecido les señala con el dedo.

Hecho a sí mismo a través de los tiempos heroicos y exigentes del exilio en Bogotá, Chicago y Oxford, Ramon Trias Fargas fue, efectivamente, un pragmático en el buen sentido de la palabra. Exactamente al contrario de lo que es el actual gobierno, instalado en la parálisis permanente, en la frustración política, en el ejercicio cotidiano de decepcionar, día a día, la confianza de los electores independentistas. Porque administran una autonomía sin ciudadanos autonomistas. Ni el españolismo cree en la autonomía catalana ni el independentismo, por razones opuestas. El señor Trias Fargas nunca fue un hombre de partido, ni un funcionario apparatchik como lo es el Muy Honorable Aragonès, ni tampoco se sirvió de la política para su proyecto personal como Jordi Pujol o Miquel Roca. Era un economista que pensaba en inglés, un intelectual bien formado y un alma libre como sólo las ha tenido Catalunya en ese último siglo de oro que va de la publicación del Criterio de Jaume Balmes al final de la Segunda Guerra Mundial. Trias Fargas, con un bigote de la guerra de los bóers, fue un economista liberal que creía en la economía de mercado. Pero no como un dogma sacramentado, sino como mejor posibilidad real para el progreso del conjunto de la población. En contra de los cuentos de hadas bienintencionados ⸺o no⸺ del comunismo redistribuidor que nos lo solucionaría todo y de la autarquía nacionalista franquista. Ciertamente Trias Fargas no creía en esta economía falsamente liberal de hoy que consiste en sostener que no existe alternativa y en acojonarnos a todos. Que te bajes los pantalones y que te calles. Y que los ricos serán cada día más ricos y pobres más pobres hasta la autodestrucción final. No puede olvidarse un dato fundamental. Y es que el señor Ramon fumaba su pipa con el mismo estilo que el primer ministro británico Harold Wilson.

A Trias Fargas le daba igual cabrear, molestar, señalar al personal. Era independentista y lo decía, aunque esto irritara a Jordi Pujol que nunca lo fue ni lo es ahora. Hablaba de estado catalán porque le parecía que éste era el punto de referencia que no debía perderse de vista. Exactamente al contrario de lo que hace y deshace el gobierno Aragonès. Trias Fargas era enemigo del porciolismo desarrollista, de la economía franquista y por eso se mostró contrario al famoso Plan urbanístico de la Ribera. Del proyecto megalómano de una cierta burguesía catalana capitaneada por Pere Duran Farell, mentor de algún político de hoy. De modo que Trias Fargas señaló con el dedo a Narcís Serra, ex alcalde de Barcelona y entonces ministro de Defensa de España, por su conflicto de intereses, entre lo público y lo privado. Y acusó el plan de “gran operación de especulación urbanística”. Le daba igual que la gerencia del Pla de la Ribera fuera compartida entre Narcís Serra y, precisamente, un señor llamado Miquel Roca. Trias Fargas se limitó a negar que hubiera dicho lo que, realmente, había dicho como le exigió Jordi Pujol, un tanto emprenyat. Trias Fargas estaba convencido, porque era muy vivo, que así, negando la evidencia, todo el mundo entendería lo que debía entender. Y que todo el mundo entendería cuál era el buen sentido de sus palabras. Sí, era un pragmático.