No he visto nunca sonreír a Carles Riera, el líder de la CUP en el Parlament de Catalunya, y ayer era sin duda el día menos propicio. Desde la tribuna de los oradores certificó severamente el final de la alianza parlamentaria con Junts per Catalunya y Esquerra Republicana, y en consecuencia, la dispersión definitiva de las fuerzas políticas independentistas, desmembradas y aisladas una vez más ante la incertidumbre política y ante la inevitable adversidad del españolismo. Es seguramente la reacción más coherente ante la desbandada general de los que se habían hecho llamar Junts pel Sí, de la desesperada actitud de los que, no hace tanto tiempo, se habían presentado alegremente ante los electores como los de las manos limpias, los del gobierno de los mejores, los restauradores de la legitimidad de Carles Puigdemont, los navegantes hacia Ítaca, los principales gestores de las grandes esperanzas colectivas de construir una mejor sociedad gracias a una Catalunya independiente. Ayer las caras de las principales personalidades políticas del independentismo eran de conmoción, de espanto y de tristeza en el Parlament. Caminaban como sonámbulos y todo el mundo lo pudo ver. Mientras Inés Arrimadas, nueva chica Telva, recorría los pasillos de la Cámara catalana con paso militar, Marta Rovira, Carmen Forcadell y Dolors Bassa renunciaban al escaño siguiendo el ejemplo del honorable Joaquim Forn y de Jordi Sánchez. Los representantes de la mayoría independentista parece que no estaban preparados para el ejercicio de coherencia política de la CUP. Del mismo modo que parece que no habían previsto que les grabaran en conversaciones privadas hablando de tetas, ni habían imaginado que les podrían confiscar comprometedoras libretas Moleskine, ni que el espontáneo patriotismo españolista de algunos jueces organizara una causa general contra la plana mayor de el independentismo político, para castigar y reprimir, para demostrar que están dispuestos a cualquier cosa para garantizar la sacrosanta unidad de España. Los tiempos lentísimos de la justicia están perfectamente previstos. Si, dado el caso, el tribunal de Estrasburgo acabara condenando los abusos de la justicia española, eso sería dentro de ocho, diez o doce años. No deja de admirarme que, ante todo lo que está pasando, el síndic de Greuges diga solemnemente que elabora informes.

La actitud de los parlamentarios no se parece en nada a la que pude ver, el pasado miércoles, en la persona de Josep Miquel Arenas Beltran, el rapero conocido con el nombre de Valtònyc. Condenado a tres años y medio por ejercer su derecho a la libertad de expresión, tuve ocasión de intercambiar unas cuantas palabras durante una mesa redonda organizada por la cátedra Josep Ferrater Mora de la Universitat de Girona. Aunque su ingreso en prisión está previsto para dentro de sólo cinco días no escatimó fortaleza, serenidad, simpatía, sonrisas ni palabras llenas de sentido para todos los que le quisimos escuchar. Se reafirmó en su compromiso inequívoco con la libertad humana, en sus convicciones políticas, y me aseguró que la cárcel es una eventualidad absolutamente previsible y lógica para cualquier persona que ose cuestionar, en España, al actual régimen. Que, en realidad, la cárcel forma parte de cualquier ejercicio real de disidencia desde que el mundo es mundo. Sólo tiene veinticuatro años y me pareció más maduro que algunos que no diré. Trabaja como vendedor de fruta y me pareció más ilustrado y más realista que la mayoría de los políticos que conozco personalmente. Valtònyc también me habló con admiración de la revuelta de los Catalanes, de la revolución de las Sonrisas, un movimiento cívico, que va de abajo arriba y que es duradero, indestructible, porque es auténticamente popular. Si es que le entendí bien, lo verdaderamente importante no es lo que hagan los partidos políticos sino la voluntad soberana del pueblo. La pasividad colectiva llega un momento que también tiene un límite.