Suponer que los jueces son imparciales y faltos de ideas políticas activas —y reactivas— es una superstición sobre la que se fundamenta todo nuestro sistema legal, aquí y en todo el mundo civilizado. Los ciudadanos honrados no sabíamos, hasta ahora, mucho de leyes. La mayoría de los habitantes de nuestro país huye de los pleitos y de los juzgados como de la peste, pero héte aquí que ya estamos al cabo de la calle, ya hemos llegado hasta aquí, y nos hemos atrevido a mirar a la judicatura a la cara. Nos hemos atrevido a pensar. Cuando se afirma que los jueces, muy mayoritariamente, son imparciales, nos damos cuenta de que estamos penetrando en el territorio beatífico de la fe más integrista. Si se trata de un dogma de fe, en cualquier sociedad libre, crítica y emancipada, todo el mundo tiene el derecho a creer, si así lo desea, en la virginidad de santa María virgen, en la existencia de platillos volantes o en la pervivencia de Elvis Presley. Pero, por la misma razón, se hace difícil de entender, ni con la mejor de las disposiciones, como esta fe se puede exigir, como se puede obligar al personal a que crea, a que confíe, a que esté convencido de lo que la experiencia cotidiana, la información libre de la prensa y el sentido común, le desmienten a cada momento. Como ciudadano y como contribuyente mi conciencia es mía y no me puede ser usurpada. Y, en conciencia, por más que se diga que la imparcialidad de los jueces es una garantía esencial de su función jurisdiccional, por más que el Tribunal Constitucional español haya establecido en su sentencia —la palabra ‘sentencia’ ya se ve que busca intimidarnos con pirotecnia verbal— número 60/1995 que “sin juez imparcial no hay, propiamente, proceso jurisdiccional”, el hecho es que toda la administración de la justicia, toda la construcción intelectual de la legalidad, tiene un grave problema de credibilidad, de legitimidad social, de verosimilitud lógica cuando se quiere aplicar sobre seres pensantes.

Efectivamente. Por un lado, los partidos Ciudadanos, PSC y PP se llenan la boca con la ley —confundiéndola con punición y represión—, exigiendo la retirada de los lazos amarillos en favor de una supuesta neutralidad del espacio público, y precisamente estos partidos no aprecian una falta de neutralidad en los jueces que llaman "nazis" a los independentistas. Al contrario, los aplauden y los defienden. Es curioso. Los partidos españolistas dicen que los jueces son imparciales e independientes, pero ¿cómo pueden ser independientes de España y del españolismo, por ejemplo, si no lo somos ni los independentistas, alguien lo puede explicar? Y, si a pesar de todas estas evidencias, acaso, fuese cierto que la ideología y las convicciones políticas no tienen ningún protagonismo ni relieve en el ejercicio de la justicia ¿cómo se explica que existan, legalmente constituidas, cinco asociaciones profesionales de jueces españoles diferenciadas entre ellas, diferenciadas por la ideología? Si Juezas y jueces para la Democracia, por ejemplo, se define como una asociación de jueces de izquierdas será porque sus señorías consideran que el socialismo es una ideología beneficiosa para el ejercicio de su oficio. ¿O sólo es beneficiosa para su promoción profesional? Del mismo modo que ser independentista es muy pernicioso para ser juez, como sabe muy bien el juez Santiago Vidal, represaliado por hacer lo que le daba la gana con su tiempo libre. Cuanto más se judicializa la política más vamos hacia una teocracia judicial, hacia una dictadura en la que los ateos estamos condenados si abrimos la boca. El caso de Valtònyc lo corrobora.