Conozco hace años a Joan Laporta, Jan Laporta, o solo Laporta que es como yo le llamo, sin intimidades falsas, sin exagerar comedia, sin exhibir ninguna amistad extraordinaria que fuera tentador romperla. Laporta causa efervescencia en algunas personas, gusta mucho a algunas mujeres y, ya lo creo, a algunos hombres que van con mujeres. Lo conocí en tiempos muertos, en lo que son las casualidades, cuando uno sube la escalera y el otro la baja, coincidiendo por los pasillos, por los ascensores, fumando al raso, cediéndonos sitio en una barra de bar o compartiendo algunos corros de conversación, algunos amigos, conocidos y saludados. A Laporta, cuando sabía que no se daba cuenta, le he observado con curiosidad, más que nada porque es una especie de catalán poco convencional. Ni se queja, ni va irritado ni derrotado, ni lo sabe todo, ni lo ve todo a la legua, ni es el típico sietemachos que va dando lecciones, ni tampoco es el habitual catalán pesimista que te amarga la respiración. Es gracioso que sea exactamente todo lo contrario que la mayoría de nuestros personajes públicos, que sea una figura discordante entre toda esa gentuza que nos manda desde 1978. Laporta está acostumbrado, de manera natural, al entusiasmo, al buen humor, a la dignidad franca, a la viva espontaneidad. Laporta es un firme partidario de las ganas de vivir y de insistir en las vivencias que nos hacen mejores personas. Y es a la vez un firme partidario de realizar una determinada cantidad de trabajo. Y, por tanto, de descansar también una determinada cantidad de horas. Laporta, ya está dicho, es un catalán acostumbrado a conseguir lo que quiere, al menos a veces, un auténtico catalán partidario del atrevimiento, de la intrepidez, del buen juicio y del sentido común. En contraste con el tipo catalán desesperado y negro, el que se te desloma trabajando y luego dice que no puede y se justifica en la comodidad de la queja, Laporta sabe lo que sabía Johann Cruyff y que ignoraba el acomplejado Josep Lluís Núñez. Que para jugar bien primero debes dormir bien, y que hemos venido a este mundo a pasárnoslo lo mejor posible. Cabe decir que produce una cierta rabia, es verdad, pero a vivir se aprende, como también se aprenden otras cosas menos importantes. Sí. Que aprendan eso.

La gente, el pueblo, vota a Laporta porque lo identifica como uno de los nuestros

Le deberían haber visto como yo lo conocí, a Laporta, auténticamente uno de los nuestros. De los disconformes, los descontentos, los que nos ahogamos en la atmósfera irrespirable de la hipocresía, del engaño, de la falta de humanidad del régimen extractivo colonial. Desde la suite del Palace de Madrid es desde donde más le criticaban lo que hacía o dejaba de hacer en su vida privada. Le deberían haber visto como yo lo vi tantas veces, solo y valiente, rodeado de los grises tiburones de la política autonómica, de los aventureros sin escrúpulos, de los oportunistas teatrales, de los que metían la mano en el erario público, de los mentirosos patológicos, de los estafadores profesionales. Desterrado por La Vanguardia y lo que representa, estigmatizado por independentista, insultado por haber cometido el peor delito, el del éxito. Y siempre con una elegancia que ha ido aumentando con los años, con una firme serenidad que, al final, ha conseguido atesorar. Y al final, como sello personal, ese gesto que hace, el de la intuición de la inocencia. La inocencia del que no sabe ni quiere saber nada de los miserables que nos gobiernan, de los que nos quieren miserables y engañados. La gente, el pueblo, vota a Laporta porque lo identifica como uno de los nuestros y por eso ganará de nuevo las elecciones a la presidencia del FC Barcelona. De hecho no sería necesario ni que realizaran las elecciones del 14 de febrero.