Antes del estado de Israel, los judíos eran ya una nación, una patria, una identidad, durante dos mil años de persistencia. Entre la destrucción del Templo, el utopismo socialista de Theodor Herzl y la declaración de independencia de David Ben-Gurión, al frente de la Moetzet HaAm, aproximadamente. Casos comparables encontramos en la historia de las naciones de Armenia, de Italia y Alemania, en Polonia y Lituania, en Irlanda, que tuvieron abundantes dificultades para constituirse como estados, como las tuvo también Serbia, o Grecia, o Finlandia, por no mencionar a muchas otras. España, en cambio, es distinto. Pertenece a los países del otro lado de la mesa, a los estados imperialistas, a las naciones que no fueron constituidas a partir de una simple identidad, de una necesidad colectiva de cobijo, sino más bien como un ejercicio de poder, de imperialismo, de jurisdicción de los privilegios de unas determinadas personas. Nació como cuando se crea una sociedad anónima, que primero llevó el simpático nombre de Tanto monta, monta tanto. “Si tocan a una nos tocan a todas”, como dicen ahora en la OTAN.

España es, desde el inicio, un ejercicio de explotación y de sumisión de su entorno, así me lo han enseñado grandes españoles, como el Valle-Inclán del Ruedo ibérico. O el catalán José Luis de Villalonga, que se hizo francés porque no podía soportar la España que conocía. O cómo lo narraron Miguel Delibes en Los santos inocentes o el escritor extremeño Jesús Carrasco en Intemperie, ambas obras traducidas a la cinematografía. Decía el maestro Francisco Umbral, al menos maestro mío, que “siempre se encontrará con que le queda un cuartelillo de la Guardia Civil, la bandera de los estancos y un borrico que no es de Cela. Bueno, pues eso es España.” De hecho, no es que la Meretérita, como decía Chiquito de la Calzada sea un estado dentro del estado. De hecho, la Guardia Civil es el estado español propiamente dicho. De hecho no hay más que eso. Vayan a Madrid, paseen por allí y sólo verán aquellas estatuas de militares encaramados sobre caballos, calles dedicadas a militares, a gente de armas. A militares que no han hecho otra cosa que perder todas las batallas desde la gloriosas victorias de Rocroi y Valenciennes en 1643 y 1656, respectivamente. Cuando Junceda publicó un chiste burlándose de la poca habilidad de los militares españoles tras el descalabro de Cuba en 1905 los señores uniformados asaltaron, quemaron y destrozaron las redacciones del semanario satírico ¡Cu-Cut! y del diario La Veu de Catalunya. Y eso que todavía no se había producido el desastre de Annual de 1921.

El ejército español, en realidad, no sirve para defenderse de nadie sino para someter a quienes tenemos la suerte de vivir dentro de las fronteras españolas. La guerra civil de 1936-1939 fue la última prueba de este principio tan sencillo y efectivo. De ese principio que el general Espartero supo explicar para entendernos mucho mejor, que aseguraba que España, para que fuera bien de verdad, debía bombardear Barcelona cada cincuenta años. Después de pasear por Madrid, como les decía, den también un paseo por Barcelona, concretamente por el castillo de Montjuïc. Miren esas piezas de artillería. Nunca se ha disparado ni un solo cañonazo desde el castillo para defender a Barcelona de nadie, ni uno. Todas las veces que se ha quemado pólvora ha sido sólo para someter a la ciudad, para bombardear a la población civil indefensa, en estrecha colaboración con el otro gran nido de artillería española situada en lo que hoy es el parque de la Ciutadella. ¿Cómo no te voy a querer?, que dicen los seguidores del Real Madrid, ¿cómo no te van querer los catalanes, España?

Un estado que avergüenza a cualquier persona con algo de sentido del ridículo. Porque después de los gloriosos hechos de armas de la cal viva contra civiles y del desahucio de Perejil, acabamos de saber que la frontera de España ha sido atacada. Sí. Atacada por unas personas muy peligrosas, provistas según el presidente del gobierno, Pedro Farsánchez, de “hachas y garfios”. Un ataque imaginario que se ha inventado para justificar una matanza de aproximadamente 40 personas contra población indefensa y miserable, que no tiene equipaje ni nada que transportar. Sólo llevaban encima hambre, juventud y ganas de progresar en la vida. Un ataque muy similar al de la matanza del Tarajal donde murieron 15 seres humanos a manos de la Guardia Civil española.

Ésta es la gloriosa frontera del Estado español. Naturalmente una frontera colonial. La frontera imprescindible de quienes dicen que son ciudadanos del mundo y que no creen en las fronteras. Pero que no hacen nada por borrarlas. Esta matanza de al menos 40 personas negras es, curiosamente, la de una España que se atreve a decir que el independentismo catalán es racista y que la frontera de Catalunya no es legítima. De una España que asegura que los inmigrantes que querían saltar la valla de Melilla eran violentos, como violentas eran también las miradas de odio de los votantes independentistas del Primero de octubre de 2017. ¿Cómo no te vamos a querer, España? Y más ahora, que celebras una cumbre internacional de la OTAN en la que no habéis exigido un 25 por ciento de español porque todo se hace en inglés y francés. Sólo os atrevéis contra las familias de Catalunya. Sólo sois valientes contra la población civil indefensa que no puede devolveros el golpe.