Cuatro provincias españolas, tan provincias y tan españolas como Soria o Cuenca o como Melilla o Las Palmas fueron aquellas provincias del Sahara y la provincia de Ifni y la de Fernando Poo y la de Río Muni. No eran administrativamente colonias, formaban parte de la sacrosanta e indivisible unidad de la patria española, pero ya las pueden ver ahora, las dos primeras ocupadas por el reino de Marruecos —excepto una pequeña parte del Sahara de soberanía autóctona, protegida por Argelia— y las dos últimas conformando el estado independiente de Guinea Ecuatorial. La soberanía nacional española no era ejercida por las Cortes Españolas sino por el general Franco el cual, como soberano accidental pero plenipotenciario, hacía y deshacía de forma discrecional y con un poder absoluto. Decidía solo lo que, en teoría, pertenecía a todo el pueblo español, pero en realidad no hacía nada diferente de lo que hacían otros países democráticos como Francia o el Reino Unido: descolonizar África, con la excepción de Canarias, de Ceuta y de Melilla, que son tierras tan españolas como inglesa es Gibraltar. Cuando ha sido necesario, España se ha deshecho de los territorios que le ha convenido para asegurar la paz o para mantener la estabilidad del país. Mientras el actual Estado español tiene una extensión de 505.370 km², los territorios africanos de los que se fue deshaciendo suman 295.551 km², algunos independizados con innecesario derramamiento de sangre, como en el caso de la crisis de las banderas de Guinea Ecuatorial de 1969, cuando la independencia de España ya era un hecho establecido y negociado con supervisión internacional.

Y es que la Guinea Ecuatorial, el Sahara y Ifni, al final, eran más un estorbo que un negocio, como cuando fueron ocupadas militarmente por el ejército español. El orgullo nacionalista y militarista de pronto cedió ante la importancia del peculio. Sin el aliciente del dinero retener un territorio que no quiere formar parte de un país no tiene mucho sentido. Es lo que pensó, hace pocos años, el Gobierno de Praga cuando los eslovacos reclamaron, una vez más, la independencia. Se podían ir a paseo, Eslovaquia les costaba más dinero y dolores de cabeza que satisfacciones y beneficios, y que, por lo tanto quedaba disuelta Checoslovaquia para siempre. Seguramente no habrían tomado esta determinación si Bratislava hubiera sido la zona más rica, si el territorio eslovaco fuera comparable a Catalunya, una de las regiones más dinámicas y ricas de la vieja Europa. Después de todo, a poco que se mire, se ve claramente que detrás de las grandes proclamas nacionalistas hay siempre la avidez del dinero. España no quiere irse de Catalunya, esencialmente por el dinero, porque la independencia del país supondría perder el 25% del PIB: Y una cifra incalculable, apocalíptica de verdad, si el País Valencià y las Illes Balears también se separaran de España, junto al País Vasco. No se han encastillado en nuestro país para que Inés Arrimadas se invente una violencia inexistente. Es al revés, la hija del policía se inventa una violencia inexistente para que España pueda encastillarse en nuestro país. Catalunya, naturalmente, también piensa en el dinero, en el pésimo negocio que supone España, un Estado que mantenemos desde hace mucho pero que siempre actúa en contra de los ciudadanos catalanes, contra la lengua y la cultura catalanas, un Estado que solo quiere tener presencia en Catalunya para cobrar impuestos e ir echando mano de la economía productiva. Por el dinero, sí, por un motivo tan noble como cualquier otro, Estados Unidos se separó del Reino Unido en tiempos de Jorge III. En defensa de la propiedad privada se construye la democracia contemporánea. Los ciudadanos son electores y contribuyentes y, en calidad de contribuyentes y electores, organizan sus estructuras políticas. Si el Estado no cumple su parte del acuerdo está justificado el cierre de cajas, está justificado el paro de la economía. Porque la economía pertenece a quien la genera y no a quien cobra los impuestos.

Es en este sentido que la iniciativa de los CDR de detener el país a través de una huelga general indefinida cobra todo el sentido. A la pregunta, inevitable, de si la economía catalana podría aguantar este reto quizás hay que responder con otra pregunta: ¿Podrá aguantar España sin cobrar de los catalanes? ¿Quién tiene más a perder y quién tiene más a ganar? No, la independencia no vendrá nadie a regalárnosla, de gratis, porque hemos participado en una rifa.