Gerona se dice Gerona, en español. En cambio, en catalán, se llama Girona. Es así, pónganse como quieran pero es así. Y Lleida se llama Lérida, en español. Del mismo modo que, en catalán, Zaragoza se llama Saragossa, Jumilla se llama Jumella y London se llama Londres. El English Channel se llama canal de la Mancha y no, no tiene nada que ver con la tierra del Quijote. En catalán, Chile se llama Xile, Běijīng (北京) se llama Pequín, Ierevan (Երեվան) se llama Erevan y la ciudad de al-Jaza'ir (الجزائر) se llama Alger, una palabra catalana que pasa al francés rápidamente. Todas las lenguas adaptan los nombres de pronunciación difícil a su particular fonética y a su tradición cultural; de ahí que se diga Nueva York y, en cambio, se use la palabra Newcastle sin traducirla, porque la ciudad de los rascacielos ya forma parte de los lectores castellanos. Cuando el catalán catalaniza el nombre de un lugar es que se lo ha hecho suyo, por lo que muchos preferimos Xicago a Chicago y también estamos muy agradecidos a la vida por no tener que mencionar muy a menudo a la provincia canadiense de Saskatchewan, tan eufónica como remota. Este principio general tiene excepciones, muy pocas, y lo usan todas las lenguas del mundo. Es una ley universal.

La documentada e histórica persecución lingüística del catalán, durante muchos siglos, ha generado que algunas personas, con muy buena intención, nunca acepten traducción alguna de los nombres propios catalanes

Pero héte aquí que hace pocos días, Luis del Pino, el famoso ultranacionalista español, decidió ponerse a leer textos catalanes antiguos y quedó conmocionado con la experiencia. Hay que decir que a este Lluís del Pi yo no le tocaría ni con un palo largo, que es el periodista conspiranoico que investigó los famosos atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, contra la versión oficial. Yo no le diría nada a este Ludovicus Pinastellus, que se exhibe con la estanquera pintada en la cara, pero es que se ve que ha descubierto que lengua catalana tiene historia, uy, y, por lo tanto, ha ido cambiando. Louis du Pin acaba de recuperar un tuit del 23 de septiembre de 2018 donde anunciaba al mundo un gran descubrimiento contra las mentiras catalanas: "“Husmeando en archivos genealógicos de la provincia de Gerona, me he topado con algo curioso: en todos los documentos escritos EN CATALÁN, a Gerona se la llama GErona, no Girona” y en otro tuit hace tres días, del 24 de agosto, impresionaba con su sagacidad: “Vamos afinando. Del libro de actas del Ayuntamiento de Gerona. Documento en catalán del 3 de enero de 1810: se usa Gerona.” La conjura parece evidente para este investigador experto en las conspiraciones más complejas, por este periodista que ve lo que quiere ver. Tanto reclamar la forma Girona, Girona, en lengua catalana y él solito ha descubierto que se trata de un invento, de una manipulación del maldito nacionalismo. Para los ojos de Ludwig der Kiefer los hechos son nítidos, todo es una gran operación para molestar, para alejar al catalán del español, cuando son prácticamente iguales, como sabe todo el mundo. No entiende que, mientras Girona se escribía Gerona, en la lengua tradicional y latinizada, Barcelona escribía Barchinona y Huesca se escribía Osca. No por influencia del catalán, sino del latín. Por eso mismo el gentilicio español de la ciudad es oscense.

La documentada e histórica persecución lingüística del catalán, durante muchos siglos, ha generado que algunas personas, con muy buena intención, nunca acepten traducción alguna de los nombres propios catalanes. Se puede entender. Sólo quien lo ha sufrido sabe lo humillante, lo hiriente, que es el uso de formas colonizadoras como San Cucufate del Vallés o San Saturnino de Noya. Quizás ha llegado la hora de no privar a los españolistas de tener esta vivencia emotiva, de ver cómo, en catalán, también podemos responder y hacer lo mismo. Podemos traducir aún más toponimia española a nuestra lengua y usarla. Más toponimia de la que nos permite nuestra tradición lingüística, recuperando formas medievales o, incluso, inventando otras nuevas. Así tendrán toda la razón esos que nos acusan de una toponimia pensada sólo para irritar. Todos aquellos que nos acusan de falsificadores. ¿Qué les parecería que la ciudad de Sevilla fuera a partir de ahora, en catalán, Çibília? Que Málaga fuera Màlega o Màleca. Que Valladolid se escribiese a partir de ahora como Vall Adolit. Siguiendo el ejemplo de Sant Jaume de Galícia para Santiago de Compostela también podríamos adoptar la forma Vic de Galícia (Vigo), Lucurunya (La Coruña) y, desde la misma perspectiva, escribir siempre las ciudades asturianas de acuerdo con la lengua propia de aquél territorio : Xixon (Gijón) y Uvieu (Oviedo), mucho más fáciles de pronunciar con la fonética catalana. Podríamos también hacer traducciones directas y así obtendríamos la ciudad andaluza de Magrana (Granada) o la universitaria Alcalà de Fenars. Sólo falta ponerse a la obra. Qué bonito sería poder hablar de Xerès de la Frontera, de la remota Santa Creu de Tenarífia, de las localidades madrileñas de Mòstols, Fontllaurada (Fuenlabrada), Lleganyès (Leganés), Xetaf (Getafe), Torrassa d’Ardoç y El Corcó (Alcorcón) un nombre bastante adecuado para denunciar la polución acústica del municipio. Las localidades vascas las nombraríamos siempre en vasco, con la posibilidad optativa de llamar a Iruña como Pampalluna. Santander pasaría a ser Sant Andreu de Castella, Burgos quedaría en Burcs, El Miria sería Almería, y recuperaríamos las viejas formas de Albacet, Lo Grony (Logroño), la Cantarella (Alcantarilla), Olva (Huelva) y Tolèdul, sede primada. Las dos ciudades de Extremadura serían Càrceres y Badalloç. Sin olvidar a las nobles ciudades castellanas de Çamora (Zamora) y de Ençalamànquia (Salamanca), por donde pasa el río Tormos. También podríamos utilizar la forma Xaén y Guadalaixara. Sin olvidar a las colonias africanas de Septa y Mililla. En la guerra cultural, todavía no hemos dicho la última palabra.