España vive ahora un nuevo temblor, un nuevo destape, y por eso va desnudándose de artificios y de secretos, de disfraces y de imposturas. De profundas exageraciones. Ni la justicia del Reino se sostiene, ni el fútbol acierta tampoco, ni la economía es para todos ni la democracia tiene las cinco jotas del mejor jamón, tal como habían proclamado las oficinas de la propaganda oficial. El paso del tiempo deja las cosas donde deben estar. Después de llenarse la boca, cada día, con el bilingüismo, que se ve que era la gran solución de la convivencia, no sólo para colonizar a Catalunya sino para superar el atraso secular de la tierra española, ahora trae el periódico que noventa escuelas de primaria y de secundaria de Castilla-La Mancha, Castilla y León y Navarra dejarán de ofrecer enseñanza bilingüe español-inglés y se pasarán decididamente a hacer todas las asignaturas exclusivamente en español. Que es lo que buscaban. Que es lo que siempre han querido hacer, que es lo que les cunde, que es lo que les gusta exageradamente. Que en la lengua española es donde encuentran la casa del ser, como diría Martin Heidegger.

De hecho, el idioma español tiene una notable tendencia a la exageración, empezando por su nombre, porque, de hecho, es tan sólo una antonomasia política de la lengua castellana, la lengua menos latina que se haya oído en la Península, una lengua que lo confía todo a la pomposidad, a la desmesura. Al tremendismo de su tradición literaria y política. Al barroquismo del imperio mundial donde no se ponía el sol. Piensen sólo en la palabra corazón como simple ejemplo de lo que estamos diciendo y comparen ustedes mismos. Una palabra que viene del latín cŏr, que se corresponde al francés coeur, al italiano cuore, al catalán y occitano cor, al previsible castellano antiguo coro. Mientras todo un Petronio llama coricillum ⸺corazoncito⸺ a la víscera sentimental, en un determinado momento, en un ataque de soberbia, de petulancia identitaria española, igual que construyen la palabra cabezón como superlativo de cabeza, los españoles dirán que tienen dentro del pecho no un simple cŏr como los demás humanos, sino una auténtica deformidad, una elefantiasis emocional, un señor corazón. Un corazón mayúsculo de los hombres valientes y de las mujeres que sí saben amar. Porque el tradicional complejo de superioridad del individuo castellanohablante viene de muy antiguo, aunque no es hasta nuestros días que no se ha llegado a sintetizar en la formidable fórmula: soy español, ¿a qué quieres que te gane? Lo vemos en toda España y en la América castellana, como se abrazan a esta superstición de una pretendida posición suprema que sólo reconocen ellos mismos. Porque este es en definitiva el principal problema.

El problema es que no hay motivo para tanta satisfacción, al menos en las aulas bilingües, al menos en España. Muchos profesores no quieren confesar, porque son entre 80 y 170 euros más de salario, atención, pero la cruda verdad es que no saben suficiente inglés como para ejercer una educación bilingüe. Apenas conocen su materia. Porque ni ellos ni los examinadores de su nivel de inglés saben inglés como para asegurar una educación bilingüe. Una parte de los alumnos consumen, desde muy niños, muchos más contenidos en lengua inglesa de los que consumirán nunca sus profesores y eso se nota, porque saben mucho más. Y la otra parte de los alumnos, la que no sabe ni papa de pitinglis, se encuentra ante una pronunciación aproximada, cuando no delirante o fantasiosa. Con docentes, por llamarlos de alguna manera, que gastan un vocabulario limitado a grande-pequeño, más grande, más pequeño, mucho más grande, mucho más pequeño y hasta ahí llega su saber. Porque la enseñanza hace tiempo y tiempo que ha olvidado que no puede enseñar lo que no sabe, que no puede engañar al personal constantemente con una parodia de excelencia. Y que ahora proclama que no enseña, porque ahora dice que educa, porque menos inglés acabarán haciendo de todo. La incompetencia de los arrogantes siempre es la más peligrosa, es la del desastre del 98, es la del horno que no está para bollos. Porque ya lo enunció el ministro Miquel Iceta el otro día en el Congreso, cocido al baño María en este clima mental de escasa moderación hispánica: “¡No ha nacido quien humille a España!” Su cara era de honda satisfacción.