Continúa el respetable escribiéndome para que aconseje lecturas y me inclino hoy por la figura benefactora de Emili Vilanova, máxime si el que va a leer vive en Barcelona o su proximidad. La importancia del legado literario de Emili Vilanova se agiganta y, frente a otras grandes figuras decimonónicas como Narcís Oller o Àngel Guimerà, despierta mayor entusiasmo y un interés por el género que cultivó con tesón denodado y rara modestia: el cuento. Sí, Emili Vilanova es algo así como el bisabuelo catalán de Quim Monzó, amén de otros muchos parentescos. El primer eslabón de esa cadena de extraordinarios narradores de lo breve compuesta por Santiago Rusiñol, Joaquim Ruyra, Josep Carner, Ramon Vinyes y Pere Calders. Tras mucho desdén y poca generosidad académica, la figura de Emili Vilanova se desvela robusta, imprescindible para cualquier biografía literaria de la ciudad de Barcelona o de la mismísima riqueza de la literatura catalana en todas sus etapas. El menestral barcelonés tiene en Vilanova a su propio Dickens o, si se prefiere, al Balzac de los humildes de hace unos ciento cincuenta años. La Barcelona menestral Vilanova es a esos menestrales de Barcelona lo que Llorenç Villalonga es a la rancia aristocracia mallorquina, el vate nostálgico pero fiel de un mundo que se consume irremisiblemente ante la locomotora de la revolución industrial y que queda descabalgado tras la aparición de nuevas clases urbanas. Si decimos que su héroe de juventud es D'Artagnan y que siempre lució unas barbas a lo mosquetero no puede extrañarnos que su mundo sea la Ciutat Vella de callejones sombríos y su tufillo de humedad, poblados de vendedores de castañas o fresas, de carreteros resoplando con sus caballos, de mujeres cargadas con la colada o la compra del mercado, ya digo, una ciudad guardada por húsares de capa y botas charoladas, damas adornadas con tules y abanicos, y un activo puerto repleto de velas blancas procedentes de todos los continentes.
En los textos de Vilanova hay siempre la búsqueda de la belleza en lo humilde, en el “aura mediocritas” horaciano, en el devenir cotidiano de quienes viven de su trabajo. Hablan un catalán robusto, vivo en todos los ámbitos, fresco y espontáneo como ya lo quisiéramos para nuestros días. Lo dormido lo está “com el guix”, los caballos “pernegen” sin ayuda de ningún diccionario. El talento de Vilanova no es sólo el de la observación agradable, sino el de saber combinarla con elegancia y discreción con una vastísima cultura, que no se exhibe pero todo lo perfuma. Emili no era una fuerza de la naturaleza, un escritor tan sólo agraciado por las musas, sino uno de los más completos de la Renaixença gracias a su empeño lector. Entusiasta de los sentimientos y melancólico retratista de los estados del alma, sabe llorar y reír con el lectoratento e independiente. Como cuando habla de un Oriente tan falso que sus habitantes se llaman Mohamat-Alí-Kates, Zelamira, Ben-Rifat o Mamad-Kefem-Assí. Tampoco la descripción de la muerte del padre de Emili Vilanova tras un paseo en calesa por una Barcelona sepultada por la nieve se me olvidará nunca.