El hombre primitivo de Europa y de África, que es el mismo, o la misma mujer, a diferencia del de América, un buen día descubrió la rueda. Parece mentira pero parece que estemos convencidos de que los grandes descubrimientos primitivos fueron cosa de hombres cuando seguramente las mujeres tomaban la iniciativa del pensamiento y de la acción. Probablemente nuestra vieja civilización se atreve  a empezar precisamente entonces. Cuando después de encontrar y de dominar el fuego, como en un inesperado resplandor que nos deja boquiabiertos, un resplandor que duró mucho o sólo el tiempo de un instante, el hombre y la mujer de los orígenes descubrieron el plano horizontal y vieron que era bueno. El plano horizontal es más importante que la rueda. Son un hombre y una mujer que no se peleaban porque tenían que sobrevivir y no tenían mucho tiempo para la guerra de los sexos. Porque colaborar es mejor que competir. Ligados íntimamente la una al otro, como en la noche las llamas a la oscuridad, que dijo el gran Rosselló-Pòrcel.

Se dieron cuenta, Pepito y Pepita, de los beneficios infinitos de una superficie plana y transitable, de aquel invento sensacional que no sólo hacía casas con el suelo regular y plano, también permitía caminar e incluso correr sin tropiezo y que liberaba la mente humana de tener que estar en todo momento al acecho de los peligros del terreno natural, siempre accidentado, imprevisible y falso. Permitía caminar, pasear, también maquinalmente, distraerse de una manera más profunda, serena y confiada. Vivir es distraerse y también no tener miedo. El descubrimiento y construcción del plano horizontal es sólo comparable a la invención de la rueda y, incluso, es más determinante porque sólo en un plano perfectamente horizontal y sin tropiezos la invención de la rueda podía aún dar mucho más de sí, explotarse al máximo, alcanzar velocidades vertiginosas y impensadas hasta entonces. Fue como cuando el poderoso viento hinchó las primeras velas del primer barquito de la historia de la navegación y lo deslizó a todo trapo por la superficie plana de una mar en calma, o como cuando la revolución industrial supo combinar la potencia de la máquina de vapor con la eficacia de la vía libre del camino de hierro. A la estructura geométricamente pura de la rueda le correspondía otra estructura puramente geométrica, el plano horizontal. Fue uno de los grandes momentos de la creatividad humana y del dominio sobre el entorno. Hasta ese momento sólo el agua en completo reposo o el horizonte sin montañas habían dibujado aquella geometría ideal. El mundo natural fue dominado definitivamente por la mujer, por el hombre, cuando fue capaz de edificar como si fuera el horizonte desnudo y como el mar en calma. Fue una mimesis revolucionaria, sensacional. Con la ayuda del burro.

El asno, es cosa sabida, ha dibujado el mapa del mundo ya que el hombre hacía las distancias hasta donde le llegaba su burro. Si no se iba más allá de los límites territoriales del poblado les acompañaba también el perro, pero más allá ya no, se las apañaban sólo el dueño y el burro. De esta antigua camaradería viene que para trazar un camino en una colina se liberara a un burro local, conocedor del terreno, y por donde iba el animal es donde construían el camino. Roma fue un imperio duradero porque supo construir y mantener una importante red de caminos, de vías que no son sino planos horizontales por donde se aseguraba una comunicación rápida y un eficaz movimiento del ejército. Todos los grandes imperios de la antigüedad destacaron en la construcción de planos horizontales, ya fuera en forma de vías, puentes o de escaleras. Baste pensar en el hoy reconstruido gran zigurat de Ur que data del tercer milenio antes de Cristo. La monumental escalera para llegar a lo alto, de hecho, no es otra cosa que una sucesión de planos horizontales dispuestos en diferentes niveles. La escalera es la gran innovación que multiplica infinitamente el plano horizontal y que permite construir los primeros edificios colosales, las primeras modificaciones humanas del paisaje que han quedado representadas en el mito de la torre de Babel. O en las pirámides de Egipto, a su manera, aberrantes montañas artificiales. En el Dietario de un peregrino en Tierra Santa, Jacint Verdaguer emplea esta conocida analogía en el fragmento fechado en El Cairo el 24 de mayo de 1886: “Y al ascender pirámide arriba, me viene el recuerdo de la montaña de Montserrat (...) Los estantes y escalones de piedras enormes de aquí me retraen los escalones y estantes de allí, llenos de hiedra y de zarzaparrilla; a veces, alargando la mano a un peñasco, me extraña no encontrármela perfumada de romero...”.