No es difícil comunicarse con los ciudadanos si resulta que has ganado una guerra mundial contra Hitler, Mussolini y Tojo, y no resulta difícil ya que has sido, durante una temporada que pareció eterna, el único país que hacía la guerra al fascismo. Cuando los comunistas llegaron a un acuerdo infame de colaboración con los nazis, antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra, tras la caída de Francia, cuando Reino Unido se enfrenta solo al enemigo, cuando tiene tantos frentes abiertos que llega a sobornar a los generales de Franco para que España no entre en la guerra. El soborno funciona bien en España. La capacidad de expresión de Winston Churchill, para hacerse entender, funciona muy bien porque seduce a la vez al corazón y al cerebro del público, porque nunca es el protagonista y cede al público el protagonismo del discurso. El primer ministro británico sabía que los antiguos retóricos de la antigüedad tenían razón, él que había sido sobre todo un hombre de acción y no un intelectual, un joven con sed de lucha, un gran inadaptado, un innovador al cual la tradición cultural le interesaba sólo relativamente, le interesaba sólo si podía ser útil en el presente que vivía. Tuvo que aceptar que los viejos retóricos tenían razón. Que un buen orador debe ser capaz de hablar de los temas más diversos y debe poder relacionarlos entre sí. Que los vínculos entre situaciones muy diversas son las grandes corrientes subterráneas del pensamiento que estructuran una mente despierta. ¿Cómo conseguía esta ductilidad mental y esta capacidad de interrelación? Da casi vergüenza de recordarlo, pero lo diremos: Churchill leía mucho. Constantemente, como una gimnasia del cerebro, reuniendo de memoria un inmenso almacén de ideas susceptibles de ser útiles para los públicos más diversos. Es lo que Aristóteles llamaba topos, casos concretos, como en los problemas de matemáticas. Analizamos y resolvemos un caso concreto e intentamos no divagar, intentamos saber exactamente cuántas manzanas son dos manzanas añadidas a dos más. Los argumentos, los ejemplos, las teorías rodean a los casos concretos y los explican. Pero sin sustituirlos nunca. Dicen que la media de palabras diferentes que posee un ciudadano normal en su vocabulario personal es de unas 25.000. El viejo león inglés trabajaba con unas 65.000, al parecer, si damos crédito a los estudios que se han hecho públicos. Es realmente formidable. No todas las palabras son iguales. Los detalles, el culto a la diferencia, a la identidad particular, construye un gran intelecto.

Leer los discursos de Churchill significa encararse con obras maestras de la argumentación y del saber pensar correctamente. Con sentido común. Para arrancar el aplauso del público primero había que hacer un ejercicio de acumulación, una especie de lluvia de ideas que parecía improvisada. Como una tormenta, con insistencia, los argumentos de Churchill iban haciéndose dueños y señores del ambiente, por acumulación, por rotundidad, por eficacia, y para que no quedaran en una simple tormenta, terminando siempre con una conclusión impecable. De manera gradual, el primer ministro organizaba las ideas de modo que no sólo fueran rotundas para el cerebro, también para el corazón. Las organizaba de tal manera que pareciera que siempre tenía razón. Para convencer y persuadir nunca es suficiente con el ámbito racional, hay también que atender al vínculo emocional con el que estamos escuchando. Churchill parecía siempre sincero, parecía que hablaba con el estómago, que se dejaba allí el alma. Que sus palabras no eran las de un político, las de un vendedor sino las de un testigo de una determinada verdad. Según afirmó él mismo en un texto de juventud “para convencer a alguien de algo primero te lo tienes que creer tú.”