El debate sobre la censura se reaviva siempre porque no hay otro debate más señalado en esta época que nos ha tocado vivir. Es plenamente nuestro, es el regusto final de todo lo que nos llevamos en la boca. Decía Lacan que la palabra cura, ojalá sea así y, sin embargo, el príncipe Hamlet deambula cada noche por nuestra casa y se angustia hecho un revoltijo que no puede verbalizar, encallado entre palabras, confundido entre palabras, sin saber cuál debe escoger y cuáles debe guardar en el cajón de abajo. Por eso abuchea a Polonio y dice tres veces words y todavía una cuarta vez. Qué palabras hay que decir y cuáles debemos reprimir, qué censuramos o qué nos censuran, hoy que fácilmente todo el mundo se ofende o dice que se ha ofendido, que se siente insultado por culpa de las palabras. ¿Valemos más por lo que decimos o por lo que callamos, ¿qué diríais? ¿O qué callaríais? Porque nuestra tradición más viva es la del silencio antiguo y muy largo que canta Raimon, la tradición de la lengua en el culo que canta Serrat. Porque las palabras no son nada y sin embargo, sin embargo, todavía son demasiado para las delicadas sensibilidades de algunos, para las personas partidarias de la unanimidad, para las personas ufanas de denunciar la blasfemia, o el insulto, que no deja de ser una blasfemia laica, exactamente igual que la blasfemia de toda la vida.

Si la poesía de Carner no es sino palabra en el viento, ya me dirán en qué ha quedado la solidaridad tan solo expresiva con las mujeres de Afganistán de hace unas semanas. O la simpatía por los valores democráticos que representa Julian Assange. Porque cuanto más nos acerquemos a la realidad que nos rodea más difícil es nombrar a las cosas por su nombre. El 7 de enero de 2015 todo el mundo estaba conmocionado por el atentado de Charlie Hebdo, mataron a doce personas e hirieron a once más por publicar chistes contra Mahoma, mataron a doce e hirieron a once más por blasfemos y por eso los terroristas dispararon hasta a cincuenta disparos con armas automáticas. Tan conmocionado estaba todo el mundo que algunos catalanes universales también quisieron estar presentes en la manifestación de París, a favor de la libertad de expresión y en contra de cualquier forma de la censura. Màrius Carol, entonces director de La Vanguardia estuvo, con gesto solemne, grave, el largo abrigo impecable. Cuando regresó a Barcelona, no se olvidó de censurar dos artículos de Albert Sànchez Piñol, uno de los escritores más populares de Catalunya, para así obligarle a largarse del periódico.

Un buen día descubrimos que Jordi Pujol nos engañaba o lo que es lo mismo, supimos exactamente el valor de su palabra. Y que el españolismo político de su ideario regionalista catalán, auténtico muro de contención de nuestro inmemorial independentismo sociológico, no era más que un negocio personal que jugaba con nosotros, concretamente con los anhelos de libertad del pueblo de Catalunya. Hay que agradecer a los servicios secretos españoles que un buen día nos presentaran a Jordi Pujol de la misma manera que un día Pujol nos presentó la auténtica identidad de Franco. Cuanto más claros mucho mejor. La prensa catalana nunca se habría atrevido a investigar nada. Especialmente los medios españolistas en Cataluña que ahora criminalizan al independentismo y lo califican de neoconvergente o de extrema derecha, por decir algo que se supone que es insultante. Quieren que nos reprimamos, que nos censuremos a nosotros mismos, que nos dé vergüenza de pensar tal y como pensamos.

Hoy el independentismo catalán está [...] con casi todos los medios de comunicación en contra, que van repitiendo una y otra vez que la independencia es imposible

El libro sagrado del cristianismo nos asegura que la verdad nos hará libres, eso está muy bien y es suficientemente sabido. Pero es que incluso un hombre tan perspicaz como Francesc Pujols asegura que somos “la tierra de la verdad”, y eso ya es más cercano e hiriente, ya nos incita más. Y es que probablemente por eso el cinismo sea una de las tipologías psicológicas que más encabronan al pueblo humilde y lo hace sublevarse de vez en cuando. Fíjense bien, la única revolución prevista y que va de cara, el único proyecto político que se propone acabar con un régimen corrupto en Europa, es el independentismo catalán. Los demás ya se sienten bien como están. Dejemos ahora el independentismo escocés a un lado. Hoy el independentismo catalán está completamente descabezado, sin dirección política, desamparado del todo, sin rumbo ni estrategia, con casi todos los medios de comunicación en contra, que van repitiendo una y otra vez que la independencia es imposible. Y que es imposible porque lo han decidido en Madrid. Y que vayamos pensando en una salida porque si no continuará la represión y la censura. Como si eso fuera posible. Como si pudieran dejar de perseguirnos. Incluso, un hombre inteligente y preparado como el historiador Carles Sirera al debutar como opinador, en un diario digital, se ha apuntado a este gran concurso de ideas para hacer desistir al independentismo catalán de su propósito. Resumiendo mucho nos viene a decir que no vale la pena. Exactamente lo mismo que decía Joaquim Rubió i Ors en el año remoto de 1841 cuando, en un discurso, recuerda que “Catalunya puede aspirar todavía a la independencia, no a la política, pues pesa poco en comparación con las demás naciones, las cuales pueden colocar en el plato de la balanza, además del volumen de su historia, ejércitos de muchos miles de hombres y escuadras de cientos de navíos; pero sí a la literaria, hasta que no se extienda ni pueda extenderse la política del equilibrio.” La política del equilibrio. Dicho de otro modo, ¿nos están diciendo que desde 1841 estamos perdiendo el tiempo, que no ha merecido la pena el catalanismo político? Pero si nunca Catalunya, ni en la edad media cuando tenía un imperio mercantil, ha vivido un período tan ufano, brillante e interesante, como el que hemos vivido en estos últimos doscientos años. ¿No ha merecido la pena, dicen?