La periodista Gemma Nierga fue la que, después del dramático asesinato de Ernest Lluch del año 2000, se saltó el guión, porque le dio la gana. Dijo a los cuatro vientos esa proclama que parecía una apelación clara al diálogo político con la organización terrorista ETA: “Ernest, incluso con la persona que le mató, habría intentado dialogar; ustedes que pueden, dialoguen, por favor”. Al final, el único diálogo ha sido la vengativa represión de la izquierda aberzale. Quizá por eso Nierga tiene ahora un programa en la televisión pública española, muy aparente, muy bien decorado, que se llama Cafè de idees, como si el café que se da allí fuera café café, y como si ella dialogara con los políticos e intercambiaran eso mismo, unas ideas, buenas ideas, lo que los políticos nunca tienen y lo que los periodistas tampoco nos ofrecen ni por equivocación. Nierga la periodista, en realidad, hace lo de siempre y exactamente lo mismo que hacen el resto de programas de los medios de comunicación. Intenta validar como buena la palabrería política de siempre, el hablar por hablar, la cantinela vacía de quienes no tienen nada más que decir que las obviedades cotidianas, el pan nuestro de cada día del conformismo. Confórmese y deje de quejarse, hombre. Tenemos un sistema político que no funciona, pero la alternativa es el desastre, el caos, la barbarie. El hambre y la miseria de los migrantes, la tiranía y la guerra de la Rusia de Putin. No se despiste. Tenemos mucho más que perder que ganar.

Por eso Gemma Nierga, para hacer pasar al independentismo como una locura criminal de cuatro abuelas nostálgicas, como aquellas estupendas viejecitas de Arsénico por compasión, o de cuatro iluminados crueles que no viven en la realidad que vivimos los demás, hizo una pregunta idiota a Clara Ponsatí. Fue una pregunta para dar miedo a los tibios hombres y mujeres. Una pregunta de adolescente que quiere escandalizarse porque así puede desmadrarse. ¿La independencia de Catalunya vale una vida humana, señora independentista? Sí, naturalmente, dijo ella, seca, la ex consejera del gobierno Puigdemont, que nunca habla por hablar. No se trata de hacer sacrificios humanos, aclara, pero las ideas nobles y justas, recordó la profesora universitaria, siempre cuestan vidas. Es una constatación histórica. La pregunta, vuelvo a decir, es idiota, porque una vez hecha, nos invita a realizar otras inquisiciones. ¿La independencia de Ucrania vale una vida humana? ¿Cuántas vidas humanas si decimos que sí? ¿A partir de cuántos muertos ya nos parece demasiada carnicería a los humanos que practicamos la hipocresía de los buenos sentimientos y de las nulas acciones? ¿Cuántas vidas vale el imperialismo ruso? ¿Y cuántas vidas puede valer el comunismo, el socialismo, la redistribución de la riqueza del planeta? Y España, ¿cuántas vidas vale España y nos ha costado ya España? Porque ni las independencias ni las unidades por la fuerza se logran nunca sin vidas.

Si algo caracteriza al independentismo catalán respecto a otros movimientos separatistas, conjuntamente con el escocés, es que es un movimiento pacifista. Un movimiento que, precisamente, quiere evitar muertes. Que después de la amarga experiencia del terrorismo de ETA no quiere saber nada sobre las ideas de los cafés, de las ideas de las herriko tabernas que nos llevan al desastre como sociedad. A los independentistas catalanes no deben hablarnos de muertos, a nosotros no. El presidente Pere Aragonès criticaba hace pocos días las "proclamas vacías" por defender su gestión gris y deprimente de la política catalana. Tampoco tiene razón. Si no fuera por las proclamas idealistas de muchos de sus predecesores, de muchos de los que se dejaron la piel, la vida, ahora no seríamos un país avanzado.