Hay un tipo de personas que, precisamente porque van muy pedos, o muy mamados, precisamente porque han bebido más de lo que podían interiorizar, que se les despierta de repente una irreprimible afición por coger el coche y dar una vuelta a toda castaña, ya pueden imaginar a dónde llegarán. Ese ebrio suicida y decidido es, sin embargo, bastante más considerado que el otro, el ebrio cargante que conocemos de cerca y en mala hora, es el que te acompaña quieras o no, el que salta por la ventana, el que vuelve a probar acrobacias y no puedes dejar tendido en el suelo decorando el asfalto, tienes que hacerte cargo de él. O peor aún, es el ebrio cargante del que fluye un Niágara de llantos, durante el gran momento en que expande los más delicados y elevados sentimientos sobre tu persona. Es cuando se te atornilla encima dilatando el cuerpo, levantando los brazos como un banderillero, como un Jordi Cuixart cualquiera, y fatalmente te abraza. Alarma. El abrazo es siempre la prueba del crimen más abyecto, el crimen que se pretende esconder con exageraciones cursis. Del proceso hacia la independencia, entendido como una formidable trompa o mitológica pítima, los antropólogos e historiadores del futuro podrán realizar algún día un sesudo estudio dividido en tres actos, a saber, copiosa ingesta, exaltación recreativa y posterior resaca traumática. El abrazo y el sentimentalismo más exagerados nunca fallan en estos casos en los que la ética ha quedado muy tocada. Delatan no pocas enseñanzas, en la línea de lo que proclamaba hace muchos años Joan Capri en uno de sus mejores monólogos. La gente catalana, excepto en los vínculos más íntimos y personales al este del Edén, nunca se abraza ni por equivocación. Porque cuando lo hace es que se está despidiendo para siempre y trágicamente, en dirección a la incertidumbre del ser. Abráceme, dice el actor al maître de un restaurante que le acaba de cobrar un dineral sólo por una comida. Capri se encara e insiste en reclamar el contacto físico. Abráceme porque usted y yo no nos veremos nunca más. Un día Josep Maria Espinàs, hablando de esta depravación de los abrazos, me explicó que un señor de Madrid, al que conocía de forma superficial y remota, le había enviado una carta que remataba con un formidable estilema de prosa castellana: Recibe, querido José María, ese abrazo que tú sabes... Todavía hoy me sobresalta la mezquindad que algunos pueden exhibir, presumiendo de buenísimas personas, presumiendo de superioridad moral.

Somos todos tan buenas personas que, puestos a castigar a culpables, criminales, ya nos hemos vuelto todos civilizados y modernos. Ya no pensamos en los viejos castigos, la picota, el descuartizamiento, la horca, la hoguera, la extracción de los intestinos. Ahora sólo utilizamos la cárcel, desde hace unos doscientos años. Aunque también deberíamos decir que si, por ejemplo, la chica violada en Igualada fuera nuestra hija, nuestra hermana, que si fuera nuestra de alguna manera, todos pensaríamos que los antiguos suplicios son poco para administrar a los criminales responsables. Cuando piensas en tu hija violada de la forma más abyecta quedas secuestrado por los sentimientos más vivos, intoxicado, emborrachado por el amor que se te transforma en una rabia infinita, que está justificada, pero que nada tiene que ver con la justicia. Dicho de otra forma. De la misma forma que conducir bebido no es la mejor idea del mundo, tampoco lo es que la opinión pública debata lo que hay que hacer con los criminales sólo, exclusivamente, tan sólo, cuando acaba de sufrir un golpe emocional terrible, cuando acaba de quedar aturdida por un crimen monstruoso. Sólo hablamos de los castigos cuando estamos muy enojados. Es entonces cuando los más exaltados, los más sádicos, los que presumen de superioridad moral piden los castigos más duros, más ejemplares, más terribles. El resto del año, nos da mucha pereza hablar de castigos porque no queremos pensar en cosas desagradables y las prisiones no nos interesan para nada. La más desagradable de todas, quizás, es saber que el endurecimiento de las penas, ni en el Estado español, ni en el resto del mundo, hace disminuir la criminalidad. Y que la cárcel no soluciona ningún problema, tampoco reduce la cantidad de criminales, más bien los agrupa en un único lugar y, paradójicamente, refuerza sus lazos y la coherencia de un grupo de malhechores. Que los criminales pasen el resto de sus vidas conviviendo con otros criminales no parece tampoco la mejor de las ideas si alguien cree todavía en la función rehabilitadora de las cárceles. Aún no hemos encontrado la manera por la que los delincuentes dejen de delinquir y quizás nunca la encontraremos. Lo que hemos encontrado es una forma de ejercer cierta venganza contra los criminales. Lo único que hemos conseguido, eso sí, es que los nueve presos políticos independentistas dejen de hacer política independentista, que pasen a no hacer nada, como denunciaba recientemente Clara Ponsatí. La cárcel, en todo caso, sólo sirve para eso, para escarmentar a personas que no tienen nada de criminales, para destruir humanamente a personas por dentro, para perseguir ideas políticas que no tienen nada de ilegítimas, como la independencia de Catalunya. Para lo que debería servir, la cárcel, nada de nada.