En los últimos días hemos asistido a un espectáculo más bien trágico de arbitrariedades judiciales, sin ningún contrapoder que las pueda revertir, y los escándalos son tantos y tan graves que dejan de ser extraordinarios. Prevaricar, dice el diccionario de la RAE, se refiere a "cometer delito de prevaricación" y, según el Código Penal español, comete delito de prevaricación una autoridad, un juez o un funcionario cuando dicta "a sabiendas" una resolución injusta. El problema de la democracia española, más grave que la corrupción política, más grave que la falta de liderazgos, más grave que la mediocridad predominante, se puede resumir con la siguiente pregunta: ¿alguien puede confiar sinceramente en la justicia española?

Algunos historiadores sostenían que entre el franquismo puro y duro y la democracia hubo un punto de inflexión, en 1965, con la entrada en vigor de la ley de contratos del Estado. Señalaban que con esta ley el régimen renunciaba de algún modo a la arbitrariedad sistematizada impuesta desde la Guerra Civil y ofrecía un marco normativo y objetivo de concurrencia de ofertas que daba seguridad a potenciales inversores extranjeros.

Afirmar esto también era una manera de blanquear la última década de la dictadura, en la que, por cierto, Franco se hartó de firmar sentencias de muerte. Es cierto, sin embargo, que la principal diferencia entre una dictadura y una democracia es el grado de confianza que ofrece el Estado. Confianza y seguridad a sus ciudadanos, y a los ciudadanos y empresas extranjeras dispuestas a participar en la vida económica o social del país. No sólo para que los contratos con el servicio público no los ganen siempre los mismos. Sobre todo para que los ciudadanos se sientan protegidos con respecto a su seguridad personal y amparados por las garantías jurídicas.

Y de momento, parece que garantías jurídicas las tienen sólo algunos, porque jueces y magistrados como Marchena o como Marlaska, desautorizados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no han sido sancionados ni reprobados, sino promocionados automáticamente a más altas responsabilidades. El de juez es el único oficio en el cual la mala praxis suele tener premio. Carmen Lamela encarceló injustamente durante dos años a Sandro Rosell, que finalmente fue absuelto, pero fue promocionada de la Audiencia al Tribunal Supremo.

En 1965, el régimen franquista consideró necesario por lo menos fingir que la administración del Estado era imparcial. Parece, sin embargo, que ahora, como España ya es una "democracia plenamente consolidada", ya no hay que disimular. Sólo en el ámbito de la construcción, ACS (Florentino Pérez), OHL (Villar Mir), Ferrovial, Acciona y Fomento de Construcciones (FCC), por este orden, ganan siempre los contactos más elevados que después acaban subcontratando. Y cuando surgen problemas también suelen ganar todos los pleitos, como la indemnización del Castor, financiada por los bancos, y pagada por el pueblo con los intereses correspondientes... por gentileza del Tribunal Supremo.

No hay mecanismos de rectificación ni de reparación que restituyan la confianza en la justicia. Un instrumento que no se puede reparar funciona cada día peor o deja de funcionar. Y como diría Popper, la única esperanza es erradicar el mal

Una prueba fehaciente del grado de imparcialidad del Estado es la evidencia de que asumir responsabilidades políticas en Catalunya se ha convertido en una actividad de riesgo. La crueldad y la impunidad con la que está actuando el Tribunal de Cuentas para arruinar la vida de unas personas determinadas es tan evidente que incluso personas contrarias al procés lo reconocen (pero no hacen nada para evitarlo). Algún día Lluís Armet tendrá que explicar por qué se fue deprisa y corriendo.

Leyendo el voto particular de la consejera María Dolores Genaro se puede llegar a la conclusión de que los hechos objetivos no cuentan, que lo que vale es la interpretación arbitraria y retorcida de un sanedrín inquisitorial. Es un escándalo lo que está pasando, pero lo más grave es que la situación de indefensión en que se encuentra gente tan honorable como Andreu Mas-Colell, Irene Rigau, Albert Royo o Mireia Vidal, para citar sólo cuatro entre muchos, no tiene amparo y nadie está actuando de oficio.

Ciertamente, el Tribunal de Cuentas no es exactamente un tribunal y podríamos pensar que su infamia es una excepción, un agujero negro del sistema que algún día se reparará. Pero hay más. No uno sino dos tribunales, el ordinario y la Audiencia, han sentenciado que el cartel electoral de Vox señalando con datos falsos a los inmigrantes menores de edad como culpables de las pensiones exiguas forma parte de "la legítima lucha ideológica-partidista". Y añaden, casi firmando el programa de Vox, que efectivamente los MENA "representan un evidente problema social y político". A Quim Torra lo destituyeron como president por pedir libertad de expresión.

Se hace difícil confiar en esta justicia. Todavía menos cuando un tribunal de Canarias tumba las medidas anticovid del gobierno autónomo y otro las avala en el País Valencià. La sensación de arbitrariedad va en aumento hasta llegar a la hecatombe del Tribunal Constitucional tumbando el decreto del estado de alarma.

El tribunal de casación ha sentenciado a favor del recurso de Vox contra el decreto del estado de alarma que el partido de la extrema derecha primero pidió y después dio su apoyo para prorrogarlo. Se trataba, pues, el recurso de una maniobra política de desgaste a la cual se ha prestado una parte de los magistrados. Pero el caso es que la sentencia ha sido favorable a Vox por un cambio repentino en la composición del tribunal, como ya pasó con el Estatut.

El primer ponente fue el magistrado Fernando Valdés, que hizo una argumentación de rechazo del recurso y tenía mayoría favorable. Valdés era magistrado a propuesta socialista y tuvo que dimitir en extrañas circunstancias no lo bastante aclaradas. La correlación de fuerzas dentro del tribunal cambió y en vez de aprovechar el trabajo hecho, se elaboró una nueva ponencia encargada al magistrado Pedro González Trevijano, propuesto en su día por el Partido Popular. Y el nuevo ponente rectificó de arriba abajo la argumentación de su antecesor para tumbar el decreto. Es decir, la sentencia no se produjo por razones jurídicas, sino por las consecuencias políticas de los asuntos personales de un magistrado.

Bueno, también porque la magistrada catalana Encarna Roca i Trias, elegida a propuesta de los socialistas catalanes, siguió dando apoyo a las posiciones del bando conservador y en este caso su voto resultó decisivo. El caso de Encarna Roca ha generado controversia, porque cuesta entender que una jurista especializada en el derecho civil catalán, miembro numerario del Institut d’Estudis Catalans y Creu de Sant Jordi, que proclama siempre que puede que por encima de todo está la defensa de los derechos fundamentales y las libertades democráticas, a la hora de la verdad se alinee con los que hacen una interpretación tan restrictiva de la Constitución como para avalar la condena a 9 años de prisión a Jordi Cuixart por pedir a los que protestaban aquel 20 de septiembre que volvieran a casa sin romper nada.

La magistrada Roca incluso fue ponente de la sentencia que tumbaba la ley catalana que prohibía las corridas de toros a partir de leyes españolas... ¡posteriores! El giro imprevisto de la magistrada catalana en relación con lo que esperaba todo el mundo de ella, ahora magnificado por su aval al recurso de Vox contra el estado de alarma, ha dado lugar a varios chismes, en el sentido de que hay razones más personales que jurídicas detrás de su sorprendente posicionamiento. Se ha llegado a publicar que la magistrada tenía aspiraciones de presidir el Tribunal Supremo y que primero buscaba añadir al apoyo socialista que ya tenía el beneplácito del PP y que, cuando la operación no ha salido como preveía, ha reaccionado airadamente. La sentencia contra el estado de alarma tendrá consecuencias enormes, complicará la toma de medidas para garantizar la salud pública y proteger la vida de mucha gente. Resulta francamente preocupante que el funcionamiento del Estado dependa de jueces que hacen méritos políticos o que simplemente están de mal humor y se lo hacen pagar a todo el mundo.

La democracia siempre es imperfecta, porque siempre se puede mejorar, reformar y desarrollar, pero lo que está pasando en España es que las imperfecciones son cada día más graves, afectan a personas e instituciones principales, y, lo peor de todo, es que no hay mecanismos de rectificación ni de reparación. Un instrumento que no se puede reparar funciona cada día peor o deja de funcionar. Y como diría Popper, la única esperanza es erradicar el mal.