Un vistazo a la escena internacional permite comprobar que la inestabilidad política es una epidemia que se ha extendido por todo el mundo occidental, en Estados Unidos y el Reino Unido, en varios países de la Unión Europea, como Francia y España, y también en estados miembros enfrentados con la propia Unión como Italia, Hungría y Polonia.

El fenómeno tiene bastante que ver con el hecho de que la política ha dejado de ser una confrontación de propuestas ideológicas para resolver los problemas de la gente y mejorar sus condiciones de vida. Se ha convertido en una estricta disputa del poder por el poder ajena a los intereses generales que frustra las esperanzas de cambio y, por tanto, dispara la crispación y encona los conflictos ante una democracia cada vez más ficticia.

Un ejemplo paradigmático es el de Grecia donde acaba de ganar las elecciones el mismo partido que propició la ruina del país con una corrupción generalizada e institucionalizada. Kyriakos Mitsotakis, el nuevo primer ministro, pertenece a una dinastía de políticos griegos ―su padre también fue primer ministro― y en su brillante currículo no faltan vínculos con el mundo financiero internacional. Pero Mitsotakis ha ganado después de que Alexis Tsipras y el partido Syriza, que surgió como la gran esperanza de los que estaban dispuestos a rebelarse contra las imposiciones de la troika europea, provocara un enorme desencanto al convertirse en alumno aplicado de los hombres de negro. Más del 44% de los griegos se han negado a ir a votar en un país con sufragio obligatorio bajo pena de multa. Obviamente ha sido buena parte de la izquierda la que ha preferido optar por la desobediencia para que no le volvieran a tomar el pelo. Mitsotakis no lo tendrá fácil para gobernar un país tan desencantado que ha visto como su voz ya no cuenta.

Lo que ha ocurrido en Grecia tiene bastante que ver con la reacción de los italianos votando aquellas opciones políticas que hacían bandera de la desobediencia a las directrices europeas después de que Berlín impusiera un primer ministro e intentara seguir decidiendo la composición del gabinete. Ahora el ultraconservador Salvini desafía el proyecto europeísta. Y no está solo, porque Hungría y Polonia se han añadido al reto.

La política se ha convertido en una estricta disputa del poder por el poder ajena a los intereses generales que frustra las esperanzas de cambio y, por lo tanto, dispara la crispación y encona los conflictos ante una democracia cada vez más ficticia

La lucha por el poder se ha hecho especialmente feroz y sin escrúpulos ni vergüenza dentro de los mismos partidos como hemos visto aquí y como están demostrando los conservadores británicos bloqueando la política del Reino Unido durante casi un lustro con el pretexto del Brexit, que como daño colateral ―que les importa un comino― ha infligido una profunda herida en la Unión Europea.

La crisis política en Francia hizo saltar por los aires el sistema tradicional de partidos, pero la novedad de la République en Marche de Emmanuel Macron se ha revelado como más de lo mismo de siempre. Ha dejado todas las preguntas sin respuesta hasta el punto de derrumbarse electoralmente a las primeras de cambio en beneficio de la extrema derecha y sin saber cómo detener la violenta rebelión del movimiento de los chalecos amarillos.

En Estados Unidos, el Partido Demócrata, con mayoría en la Cámara de Representantes, ha declarado la guerra al presidente Donald Trump amenazando con un imposible impeachment, pero no ha sido capaz de elaborar una alternativa política ante la involución en derechos y libertades que ha practicado su adversario. Está más ocupado en las batallas internas que libran dos docenas de candidatos que se postulan para la nominación de cara a las presidenciales de 2020.

Y el caso de España también es paradigmático para extraer conclusiones. No hay gobierno estable prácticamente desde que estalló la crisis. Han caído gobiernos, hubo que repetir elecciones y no se ve ahora mismo cómo se va a superar la situación de inestabilidad política que lleva camino de eternizarse. Las elecciones del 28 de abril registraron una movilización de las izquierdas para impedir el acceso de unas derechas radicalizadas al poder. El electorado se pronunció por un Gobierno de izquierdas y por una salida dialogada al conflicto con Catalunya. Sin embargo, observando la evolución de las negociaciones invita a sospechar que alguien con más poder que Pedro Sánchez le ha prohibido el pacto con Podemos y las otras fuerzas de izquierdas. Parece que el recuerdo del Frente Popular todavía es tabú en el régimen del 78. Quizás le han repetido a Sánchez aquello de "no ganamos una guerra para esto".

El líder socialista ya ha comenzado a poner el conflicto catalán como pretexto cuando ha sido la primera e inmediata renuncia de Pablo Iglesias. Obsérvese que en 2016 los poderes fácticos presionaron hasta el extremo el PSOE para que facilitara la investidura de Mariano Rajoy y ahora, en cambio, no presionan al PP para que haga lo mismo en nombre de la estabilidad política, sino que defienden indisimuladamente la repetición de elecciones. Lógico, unas nuevas elecciones dan una nueva oportunidad a las derechas y en todo caso, según los sondeos, Podemos perdería hipotéticamente la fuerza decisiva que ahora tiene el único partido de ámbito español que reivindica la república.

En España y Francia y en Italia y en el Reino Unido y los Estados Unidos de América la crisis política viene determinada por la incapacidad de los gobiernos para resolver los problemas y esto es consecuencia de su subordinación a poderes en la sombra que sin haber sido elegidos democráticamente controlan el sistema, deciden cuáles son las políticas correctas, tutelan a los gobernantes y pervierten la voluntad democráticamente expresada, con lo cual generan conflicto e inestabilidad. Lo ha escrito Bernie Sanders sobre los Estados Unidos y vale para todos: "No es el Congreso quien regula Wall Street, sino que es Wall Street quien regula el Congreso". Conclusión: el establishment, los poderes fácticos politicofinancieros, son paradójicamente el principal factor de la inestabilidad política.