No es por provocar en pleno conflicto de los taxis en Barcelona, pero tengo que decir que Uber es uno de los servicios que mejor funciona en Washington DC.

Ayer, Robert, que conduce con precisión un Audi 4, me dijo que pensaba viajar a Barcelona en primavera. Está enterado de las ansias independentistas de los catalanes y, aunque no acababa de entender el fondo de la cuestión, al terminar la carrera se me despidió con un Visca Catalunya que fue convenientemente respondido. Antes hablamos del shutdown, el cierre del gobierno federal impuesto por Donald Trump por falta de presupuesto. La situación es grave, pero a ojos del visitante no parece que la capital lo viva como un drama. Los bares ofrecen descuentos en las bebidas a los funcionarios que no trabajan ni cobran, y en algunos locales como el Capitol Lounge se han inventado nuevos cócteles con nombres relacionados, del tipo Mexico will pay for this, que combina tequila, granadina y zumo de naranja. El conductor Robert dice, plenamente convencido, que “tenemos un presidente que está loco” y confía en que la presión de los estados y las ciudades con mayoría demócrata consigan doblegar las ocurrencias del presidente e impedir su reelección en 2020.

Efectivamente, desde que Trump ha impuesto políticas contra la inmigración y ha frenado todas las medidas contra el cambio climático llevadas a cabo por la Administración Obama, varios estados y ciudades se han rebelado. Se han negado a poner en práctica las directrices del gobierno federal y las han compensado con medidas de ámbito local para proteger a los inmigrantes —incluidos los indocumentados—  y para reducir las emisiones de gases con efecto invernadero. Lo han hecho estados como California, Nueva York y Washington, y aún lo han reforzado más ciudades como San Francisco, Los Ángeles, Nueva York y Seattle. El funcionamiento de la democracia en Estados Unidos (y en todas partes) requiere un equilibrio de contrapesos. El presidente tiene mucho poder, pero también tiene límites que le impiden ejercer su poder con todo el autoritarismo que quisiera. Y nadie se escandaliza, sino todo lo contrario, porque gobernadores estatales denuncien las prácticas del presidente. Cuando George W. Bush llevaba a cabo políticas favorables a la industria petrolera y, por tanto, contrarias a las recomendaciones del mundo científico angustiado por el futuro del planeta, Arnold Schwarzenegger, en calidad de gobernador de California, denunció al gobierno federal de su país ante el plenario de las Naciones Unidas. A nadie se le ocurrió reprocharle que criticara a su propio gobierno ante los líderes mundiales, y aún menos tratar de impedirlo.

Tiene interés recordarlo ahora para hacer una comparación tras el reciente viaje del president Torra a Estados Unidos y la reacción del ministro Borrell y la embajada española. Después de que el presidente catalán se reuniera en el Capitolio con congresistas de prestigio, la embajada comunicó que seguía “de cerca” las actividades del presidente para que “se enmarquen en sus competencias constitucional y legalmente establecidas” y habló de una especial “vigilancia” ante cualquier actividad o declaración cuyo objeto sea poner en duda el carácter democrático de España”. Después, el ministro Borrell confirmó esa política al anunciar que las embajadas españolas se convertirán en la sombra de Quim Torra allá donde vaya.

Es hasta cierto punto comprensible que al gobierno español lo irrite lo que hace el president Torra y aún más lo que hace el president Puigdemont, pero es evidente que ni democrática ni constitucionalmente está en condiciones de impedirlo, que es lo que pretenden Borrell y los líderes de la caverna. De entrada, la libertad de expresión es un derecho de todos, también del president de la Generalitat. Entra dentro de sus atribuciones defender posicionamientos políticos de la mayoría parlamentaria que lo eligió. Además, incluso el autogobierno autonómico se estableció como un contrapoder regional que equilibrara el peso del Administración central.

La actitud de Borrell denota una alergia a la disidencia que se corresponde poco con los valores democráticos, pero la pretensión de convertir las embajadas españolas en agencias de espionaje de representantes catalanes implica una concepción autoritaria y unívoca del Estado, como si el presidente catalán, a pesar de haber sido elegido democráticamente, no fuera más que un funcionario subordinado sin vida propia. La sensación estalinista que transmite la actitud del ministerio es tan obvia que al president Torra le preguntaron si temía “represalias” del poder estatal. Y a Torrra se le escapó la risa. “Si temiéramos las represalias nunca haríamos nada”, respondió el president. Pero ¿qué represalias podrían aplicarse en este caso para que Torra no continúe yendo por el mundo denunciando la represión y la vulneración de derechos fundamentales en España? ¿Detenerlo? ¿Encarcelarlo? ¿Cortarle la lengua? ¿Retirarle el pasaporte? Ciertamente, hay antecedentes de esto en España, pero no son muy constitucionales.