No hablaré, pues todavía estoy en choque, del triunfo de Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas. Aunque, un poco sí hablaré de ello. Lo que resulta interesante no es la victoria en sí de Trump –los analistas, ahora, nos darán todo tipo de explicaciones, aunque era antes cuando hacían falta–, sino la serie de victorias de gente o de propuestas que, aparentemente, hacen daño a la gente que los o las hace ganar.

Empezando por España, Rajoy no ha sido descabalgado a pesar de haber endeudado al país como nunca en los últimos cien años, después de haber elevado el nivel de pobreza y desigualdad a lo alto del top ten europeo y/o después de haber laminado libertades políticas, económicas o sociales con la cobertura a un Tribunal Constitucional hecho a medida. Todos sabemos que no se ha ido a terceras elecciones por el miedo de los minoritarios de perder todavía más y hacer al PP todavía mayor, muy cerca del hito del 2011.

Los países del centro y norte de Europa, antes paradigma de la democracia acomodada y políticamente correcta, disfrutan, es un decir, de partidos de extrema derecha de nuevo cuño y retórica. En el Reino Unido, después de una abrumadora –y contra pronóstico– victoria de Cameron el 2015, un año después se estrelló contra el Brexit y tuvo que dimitir. En Europa sólo nadan contra corriente los países del sur; la excepción son Catalunya, Italia, Grecia y Portugal. Veremos cuánto dura eso.

La constante, sin embargo, es clara: el malestar de amplias capas de población en los países ricos, malestar material o malestar moral, crea un clima de pesimismo generalizado bajo el cual, por lo visto –decimos los que no nos equivocamos nunca, ¡no más allá de cuando emitimos juicios políticos!–, los idiotizados esperan con ansia la aparición de un mensaje mesiánico, alentador y que dé soluciones rápidas y simples al cúmulo de graves problemas que las postrimerías del neoliberalismo nos ha llevado.

Por lo visto, los idiotizados esperan con ansia la aparición de un mensaje mesiánico, alentador y que dé soluciones rápidas y simples al cúmulo de graves problemas

Cualquier persona, no hace falta ser un profundo intelectual, sabe que los problemas complejos no se tratan, ni menos todavía se resuelven, con soluciones simples y de efectos casi inmediatos. Una prueba: el mismo día de la victoria del magnate neoyorquino –curiosamente del sector inmobiliario–, la Ford ha anunciado el despido en su país de 2.000 trabajadores. Parece que de eso los ciudadanos sólo se hacen cargo en la soledad de la razón.

Sin embargo, las mayorías se inclinan por salir de la Unión Europea sin pensar en las consecuencias; en Colombia prefieren continuar una guerra de 52 años y miles de muertos antes que una paz; o en los EE.UU. prefieren un pitecantropus erectus, que mete mano a las mujeres (por lo que se ve, también a las cajas, produciendo ya tres bancarrotas de su grupo), con una retórica y argumentación tan patética como la que mostró ayer en su discurso de autoproclamación, más propia de presentación de los jugadores de un club de fútbol que la de un estadista, sea la que sea su ideología. En Francia o Alemania en el 2017 puede resultar dramático cuando los resultados electorales den paso franco a una extrema derecha, en algún caso filonazi sin matices, no ya rampante, sino en disposición de asumir la gobernación tal como sucede en Polonia o Hungría, entre los estados grandes de la Unión.

Desde la perspectiva que da la simplificación de un análisis forzosamente superficial todos estos resultados tienen una cosa claramente en común, según mi opinión, más allá del malestar (o angustia) social o económico. La razón de estar la centro en el que la mayoría de la gente, al margen de la estructura social, aunque, como es natural, acondicionada por ella, percibe la situación actual como culpa de un establishment caduco, egoísta y corrupto, culpable de la situación actual, olvidando que el quejumbroso es co-causante en alguna medida del fiasco vigente. La imagen de la baronesa Thyssen encadenada a los árboles del Paseo del Retiro hace unos años sería la imagen del rico también molesto.

Delimitado el origen del daño, el establishment –término ya antiguo– o el más nuevo de casta o casta extractiva, la consecuencia es clara: se impone desobedecer sus mandatos, sugerencias o directrices, dar la vuelta y votar en sentido contrario. No hace falta necesariamente un líder –ya veremos si Trump se convierte en uno– del post-derribo, es decir, de la situación subsiguiente. Como demuestran el Brexit o Colombia, la derrota gubernamental no tiene en su frente un líder o élite que la gestione ni, todavía menos, avance hacia nuevos territorios.

Hemos entrado, si se me permite la expresión, en la era de la sociedad desobediente, con la peculiaridad de que todavía no es una revolución, dado que parece acéfala. Espera, quizás, que alguien la lidere, pero no sabemos ni quién, ni cuándo, ni cómo ni hacia dónde. Quizás se impone la prudencia de quien va a Lourdes y, como no está convencido, ante un milagro problemático pide quedarse como está. Pero eso seria conservadurismo. Y los desobedientes no son conservadores. O sí.