La primera ronda de las elecciones electorales francesas ha contusionado Europa. Una vez más, es válido eso de que cuando Francia estornuda, Europa se resfría. Sucede, como veremos enseguida, que no toda Europa se resfría igual. Efecto Pirineos, se podría decir.

Que Macron y Le Pen pasarían al balotaje se daba prácticamente por sentado. Las sorpresas, según mi opinión, han sido dos. La primera, que sin la atomización de la izquierda ―tan dandy ella, también en la Galia―, Mélenchon hoy sería quien se enfrentaría con Macron. Por sus frutos los conoceréis, las izquierdas, tan virginales ellas ―también en la Galia― de tantos tiros en el pie parece que jueguen para el adversario.

La segunda sorpresa ―pero, según mi opinión, menor― es el hundimiento de los llamados partidos tradicionales. Hay que afinar y mucho. La derecha en Francia siempre ha sido un embrollo de partidos que, después de la guerra, a finales de los cincuenta, De Gaulle supo trajinar bajo varias marcas electorales, que tenían en común el nombre de Agrupación, o similar, por la República. Pompidou continuó el legado, pero con la entrada en escena de Giscard d'Estaing, antiguallista furibundo, la cosa acabó con personajes como Chirac o Sarkozy y una serie de políticos que frecuentaban tanto las poltronas como los tribunales. La derecha está atomizada. La más inteligente insinuó un cierto giro hacia la izquierda bajo la hégira de Macron, quien creó con En Marche un all-catch-party.

Los franquistas, con una gran capacidad de adaptación, han pasado de un sistema dictatorial a uno democrático, cuando menos en las formas, sin despeinarse

La izquierda, desde los fiascos socialistas en las III y IV Repúblicas, fue vegetando, hasta que, en los sesenta y setenta, Mitterrand se hizo cargo de ella: coge la marca PS, desplaza al lánguido Savary y asalta el poder, finalmente, en 1981. Además, desde entonces, el Partido Comunista inicia una pendiente que lo ha llevado, como los socialistas, trotskistas y otros istas, a ser una nota a pie de página solo en una buena enciclopedia. En todo caso, tradiciones de a penas cincuenta años.

Ahora bien, no ha sido tanto un triunfo de la extrema derecha, sino de las nuevas fuerzas, siempre, eso sí, fragmentadas. Nuevas porque proponen cosas nuevas, cuando menos con formas nuevas, algunas, sin embargo, tan viejas como el autoritarismo más rancio. A la extrema derecha no la ha votado ni el 25% de los electores. Por lo tanto, esta minoría no puede gobernar ningún país con este porcentaje. Esperemos que las demócratas lo sepan ver, aunque algunos ni a derecha ni a izquierda han dicho abiertamente a quién hay que votar ―como con coraje hizo Jospin en favor de Chirac el 2002―.

Todavía hay otro elemento que diría que tiene que tener un papel destacadísimo a la hora de decidir el voto de los franceses el próximo 24 de abril: el antifascismo. Pocos lugares como Francia saben qué fue perder el país, enrolarse con una resistencia de muy incierto futuro y ganar la guerra. El antifascismo ha dominado ideológicamente de forma transversal la política francesa y europea, incluido el Reino Unido ―donde la extrema derecha es una pura broma―. La excepción es, en Europa Occidental, Italia. Allí la resistencia no fue tan transversal como en Francia, pero los intentos de hacerse con el poder por parte de la ultraderecha, al fin y al cabo, no han tenido éxito.

De todos modos, la gran excepción es España. Como en ningún otro país del mundo occidental, los franquistas, sus hijos políticos, biológicos o económicos, no han sufrido ningún tipo de ostracismo político, o ningún tipo de melifluo castigo por simbólico que fuera. Los franquistas, con una gran capacidad de adaptación ―como las nomenclaturas comunistas del Este―, han pasado de un sistema dictatorial a uno democrático, cuando menos en las formas, sin despeinarse. El antifascismo en España es una pura anécdota, a pesar de la sangre y el dolor que los antifascistas sufrieron en carne propia, incluso ―y no son pocos― pagando con su vida.

Ciertamente, en Francia, Alemania o Italia, elementos del autoritarismo de entreguerras y de la misma guerra han disfrutado de posiciones preeminentes y de privilegio en la nueva etapa post-1945, pero nunca con la fuerza que han tenido en España sus, digamos, homólogos. Es más, ha habido una caza del fascista encubierto con bastante éxito. Una muestra inversa de lo que pasa aquí: los nostálgicos del fascismo tildando a los demócratas sin ambages de fascistas.

Esta es una de las otras grandes diferencias ―de las modernas, quizás la más radical― entre España y la Europa occidental: la irrelevancia del antifascismo. Por eso, esta semana ya tenemos el primer gobierno autonómico de derecho ―el de facto, en palabras de Díaz Ayuso, es el suyo propio en Madrid―. Los peperos ni se han inmutado, como si fuera la cosa más normal del mundo. Feijóo, cosa con la cual deleitará a la parroquia más una vez y más de cien, se ha hecho el sordo y el día de la investidura en Valladolid estaba vete a saber en qué planta de su sede ―¿hasta cuándo?― de la calle Génova, representando la obra que los de Vox le han escrito: La derechita cobarde.

Pero cobardes o no, no hay en España nada más parecido a la extrema derecha que la derecha de donde viene y donde se le ha dado cobijo hasta hace muy poco: no es sólo la procedencia del Partido Popular, sino del franquismo perpetuo. Dios los cría y ellos se juntan. Hechos los unos para los otros.

En Francia, esperamos ―me atrevería a decir que estoy convencido de ello―, no pasarán y Le Pen tendrá que acampar por muchos años fuera del Palais de l'Élysée. Aquí, o cambian las actitudes, o ya pueden ir encargando los muebles.