Ya sé que es un anatema periodístico dejar el título en blanco, que exaspera a los editores y saca de quicio a los componedores de los medios, ya sean de papel o digitales. Espero me sepan perdonar esta licencia —o grave falta—, según se mire.

Me explico. La palabra que tendría que figurar en el título tiene que ser un término o locución, reflejo sintético de lo que el autor quiere expresar. El problema lingüístico o la pobreza intelectual del infrascrito —nada debe ser descarte— se plantea cuando el sujeto del que se quiere hablar se desconoce, no tanto por su inexistencia física, sino por una incapacidad de captarlo. El mundo siempre ha sido redondo, pero explicar la redondez de la tierra a quien cree que la tierra es plana y que Hércules sostiene el cielo es una tarea imposible. Lo mismo pasa con la amnesia. Se pierde el propio yo y, por lo tanto, las propias referencias. De nada servirá ser catedrático de matemáticas, si se han olvidado los números, o catedrático de derecho, si se ha olvidado las letras.

Y en eso estamos. La palabra desconocida u olvidada es "unidad".

Estamos acostumbrados en Catalunya a ver a los abanderados del independentismo pelearse de lo lindo, seguidos con desatado entusiasmo por sus segundos, seguidores, áulicos asesores y prescriptores. Forma parte, desgraciadamente, del paisaje, pero a trancas y barrancas conviven de mala gana y por necesidad en un gobierno de coalición —y alrededores— que funciona relativamente bien, en especial si se compara con el desgobierno anterior.

Pero el espectáculo del jueves pasado en el Congreso de Diputados, lanzándose de lo lindo los representantes del independentismo auténticas animaladas supera lo que, hasta ahora, creíamos límites insuperables.

Plantarse ante este Estado como se hizo el pasado jueves en el Congreso, con ocasión del debate de las enmiendas a la totalidad del Proyecto de Ley de Presupuestos, además de una impudicia, es de una ceguera política que, dentro o fuera de las mesas que se abran, nos presenta de entrada como perdedores.

Aparte de que los trapos sucios se lavan en casa, manifiesto una indignación total, no como opinador, sino como simple ciudadano. Es decepcionante ver cómo mis representantes, empleados míos y de cada uno de nosotros al fin y al cabo, en lugar de ponerse manos a la obra, dilapidan sus capacidades en poner a parir a los otros forzosos compañeros de viaje, en un absurdo concurso de quién escupe más lejos. Intentar buscar la hegemonía por este camino es un ejercicio inútil, que debilita desde dentro —por lo tanto mucho más que la represión— el independentismo y enfría las mentes y los corazones, socava la esperanza, en una palabra. Una independencia gobernada así no resulta una Itaca medianamente deseable.

Algunos, más en privado que en público, reconocen que sí, que la desunión —¡helàs!— es un hecho a este lado de la frontera. En el otro, afirman, también hay desunión. Gran error de análisis. Enorme. El Estado del que Catalunya quiere separarse, no es, como se quiere hacer creer, un Estado de pacotilla. Es un Estado sólido, gobernado eso sí, demasiado a menudo por esperpentos. Es, en todo caso, un Estado unido, pétreo, un bloque.

Plantarse ante este Estado como se hizo el pasado jueves en el Congreso, con ocasión del debate de las enmiendas a la totalidad del Proyecto de Ley de Presupuestos, además de una impudicia, es de una ceguera política que, dentro o fuera de las mesas que se abran, nos presenta de entrada como perdedores. Nada de astucia ni de confrontación inteligente ni de resiliencia.

Me gusta hablar de dos ejemplos éticos y políticos —combinación imbatible— del siglo XX: Pierre Mendès France y Willy Brandt, auténticos gigantes de la Historia contemporánea, que cambiaron el mundo y tuvieron que renunciar para siempre al poder, del cual fueron echados. Aceptaron su cicuta socráticamente, por haber producido cambios de fondo en muy poco tiempo. Sabían que el precio a pagar eran ellos. Y lo pagaron.

El precio del cambio o de la victoria del estatus es siempre alto, personal o colectivamente. La desunión es el precio que se cobra el statu quo para preservar su hegemonía. No le paguemos al contado.

No parece que la unión férrea, única herramienta de fuerza política de la que disponen los que no tienen ni quieren tener otra fuerza, sea un precio demasiado alto a pagar. Lo único alto es el ego de los enanos que se ven como gigantes. Como en la sala de espejos del Tibidabo.