1. CENTENARIOS. El 29 de noviembre mi padre cumpliría cien años. No hagan caso de los que afirman que nació no sé qué día de diciembre porque lo pone en su partida de nacimiento. Es un error administrativo. Murió, eso sí, el 22 de febrero de 2011. Para conmemorar el centenario de su nacimiento, mi hermano Joan-Ramon y un grupo de amigos suyos le organizaron un homenaje nacional en Juneda, que se celebró el pasado día 17. El redactor de esta casa, Joan Antoni Guerrero Vall, dio cuenta de ello con una generosa y extensa crónica. Mi padre formaba parte de una generación que, año arriba, año abajo, las pasó canutas. En 1922 nacieron el poeta Gabriel Ferrater, el ensayista valenciano Joan Fuster, el economista Ramon Trias Fargas, el primatólogo Jordi Sabater Pi, la activista algueresa Maria Chessa Lay, el geógrafo Lluís Casassas —padre del historiador Jordi Casassas—, la bibliotecaria Mercè Gili, muerta en el exilio mexicano, la locutora Maria Matilde Almendros, el fotógrafo Francesc Català-Roca, la empresaria Júlia Bonet i Fité y un largo etcétera. Durante un tiempo, formé parte de la comisión de conmemoraciones de la Generalitat de Catalunya y viví en directo las dificultades al seleccionar algunos nombres, hechos e instituciones para incluirlos en la lista de conmemoraciones oficiales del año. Por suerte de nuestro país, cada año podríamos conmemorar el centenario del nacimiento o del traspaso de personalidades que en su tiempo fueron importantes por una cosa u otra. Al final, la elección de personas a las que honrar está condicionada, sobre todo, por la memoria que tenemos de ellas en el presente y por los equilibrios necesarios de género y de pluralismo político e ideológico. Preservar la memoria democrática no es nada fácil, especialmente en un país donde la transición de la dictadura a la democracia estuvo acompañada de un pacto de silencio que enterró el pasado. Eso provocó que con el tiempo se mezclaran las cosas y se intentara equiparar la memoria de los demócratas con la de los servidores de la dictadura.

2. EL ANTIFRANQUISMO. La trayectoria vital de mi padre no se entendería si no tuviéramos en cuenta, precisamente, que en 1939, cuando acabó la Guerra Civil, todavía no había cumplido los diecisiete años. En sus memorias, El compromís de viure (Columna, 1999), explicó cómo vivió la guerra, instalado con el abuelo Ramon y mi tía Margarida en la torre del barrio barcelonés de la Salud. Su madre —o sea la abuela Engràcia Puig—, se había suicidado en 1929. Mi padre cuenta en sus memorias que cuando era adolescente le gustaba mucho desplazarse hasta la pensión de la calle de Aviñón de Barcelona, propiedad de los tíos Breysse-Puig. La historia familiar de este establecimiento hotelero se puede reseguir en Pensión Doré (Club de Lectura Creativa, 2022), un libro delicioso escrito por una de mis primas francesas, Yvonne Breysse, aunque las tres hermanas sean tan ampurdanesas como todos los Puig Serradell descendentes de Sant Pere Pescador, de donde eran originarias nuestras abuelas. Mi padre y mi madre, que murió prematuramente en 1972, cuando yo tenía catorce años, eran de condición humilde. En realidad, mi padre fue el primero de su familia que acudió a la universidad. Quiso ser médico desde muy joven y finalmente lo consiguió con éxito. En el Hospital del Mar conoció a mi madre, donde ella trabajaba de enfermera. La conciencia antifranquista de mi padre debió despertar el 11 de febrero de 1939 cuando los militares detuvieron en Barcelona a su padre, el abuelo Ramon, juntamente con su pariente y juez de Tàrrega, Josep Sala i Fabregat. Lo encarcelaron en la Modelo hasta el 15 de agosto de aquel año. Puesto que el abuelo no tenía antecedentes políticos, quedó libre; en cambio, el juez Sala, que en 1938 había sido nombrado presidente del Tribunal Especial contra el Espionaje y la Alta Traición por el consejero de Justicia Pere Bosch Gimpera, fue perseguido y por eso decidió exiliarse. Mi padre siempre tuvo colgado en el despacho de nuestra casa un retrato del abuelo, pintado a carboncillo por otro preso de la modelo.

El antifranquismo era el perfume que impregnaba el piso donde vivíamos y donde mi padre también tenía ubicado su despacho profesional. Mientras viví allí, vi pasar todo tipo de políticos, porque muchas de las reuniones de la Comisión Coordinadora de las Fuerzas Políticas tenían lugar en el despacho donde el padre tenía colgado el retrato del abuelo. Además, cada día, a eso del mediodía, acudían los principales dirigentes del Front Nacional de Catalunya (Joan Cornudella, Jordi Vila Foruny o Joaquim Ferrer Mallol), especialmente cuando mi padre fue nombrado secretario general de ese partido. Mi padre, a pesar de que siempre mantuvo una relación distante con nosotros, sus hijos, porque era un hombre, en este sentido, chapado a la antigua y las cosas de la familia iban a cargo de la madre, nos arrastró a todos hacia el activismo político. Después cada cual siguió su camino. Por ejemplo, cuando el 28 de octubre de 1973 me escabullí de la detención de los 113 de la Asamblea de Cataluña, una suerte que no tuvieron mis hermanos Joan-Ramon y Lluís, yo ya estaba vinculado a los círculos de Bandera Roja y posteriormente del PSUC. Mi padre nos legó la idea de compromiso, cosa que también hizo con un grupo de jóvenes del Front, incluyendo a mis hermanos. El compromiso político era una forma de vivir. Una ética vital.

3. SALVAR LAS PALABRAS. Todo es política, como aseguraba Gramsci, incluso la defensa de las expresiones culturales. No creo que en aquella época mi padre hubiera leído las obras del pensador marxista italiano, pero sin saberlo aplicó la norma a la lengua y la cultura catalanas. En las memorias que he mencionado anteriormente, mi padre habla de lo que él denominaba “la catalanidad natural”. Le servía para indicar que la existencia del catalanismo político, incluyendo el independentismo, solo se podía entender por esta naturalidad identitaria. Ello es debido a que, a pesar de muchas adversidades, la catalanidad del pueblo sirvió para preservar la lengua, aunque no se pudiera emplear públicamente, y ayudó a “salvar las palabras” y devolver “el nombre de cada cosa”, como escribió Salvador Espriu en el poema, escrito en catalán, Inici de càntic en el temple. El poeta de Sinera y mi padre se carteaban a menudo, como se puede ver en el libro Epistolari Joan Colomines - Salvador Espriu  (PAM, 2018), que reúne 128 cartas que nos iluminan sobre la cultura catalana de los años sesenta. Mi padre estaba preocupado por la lengua y por la posteridad, por el legado de la tradición. Es por eso por lo que también en aquella época empezó a grabar poemas recitados por sus autores y que hoy se conocen gracias al libro promovido por la Cátedra Màrius Torres al cuidado de los profesores Josep Camps i Arbós y Joan R. Veny-Mesquida, Poètiques de viva veu. L’Arxiu Sonor de Poesia de Joan Colomines i Puig  (Pagès editor, 2016). Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, nuestra casa era el escenario de las veladas poéticas clandestinas que organizaban nuestros padres (conocidas como Barbolles Poètiques) y que llegaron a reunir un centenar de personas con la complicidad de todos los vecinos de escalera, incluso de los más tibios con el régimen.

El meu mal vol molt soroll” (“Mi dolencia necesita mucho ruido”), escribió sobre un papel de embalar, y no sé por qué, el empresario y mecenas Ermengol Passola. Mi padre, que era muy amigo del padre de Isona Passola y también del crítico literario Joan Triadú, quien era amigo de los dos, cogió aquel trozo de papel y lo enmarcó. Después colgó aquel cuadro existencialista en una pared de la casa que el padrino de mi hermano Lluís, Agustí Millet —el tío abuelo del también columnista de este diario, Enric Vila—, había comprado en Llavaneres para que los ahijados estuviéramos a su vera y de su mujer, mi madrina Teresa Tolosa. Mis padres conocieron a los padrinos en el Liceo y ellos se convirtieron en los abuelos que ya no teníamos. Pero la poesía y la música habían entrado en casa de la mano del cuñado de mi padre, el tío Lluís Victori, un pintor amateur de la escuela de Olot, que estaba casado con la tía Paquita Companys, hermana de mi madre. El padre del tío Lluís había trabajado de acomodador del Palau de la Música y él creció bajo la influencia de la Obrera de Conciertos que dirigía Pau Casals, una iniciativa de cultura popular extraordinaria. En aquel ambiente culto, catalán y politizado crecimos los hijos del Dr. Colomines, como era conocido por todo el mundo. Los cuatro hijos, Joan-Ramon, Jordi, Lluís y yo, nacidos por este orden, hemos transmitido este legado a sus nietos Marc, Margarida, Gabriel y Francesc —uno de los encausados de Urquinaona para quien piden siete años de cárcel—. Ellos, estoy seguro, harán el mismo con los bisnietos, Arnau, Lia, María, Sira y Kora, mi nieta, que nació el día anterior al homenaje de Juneda a un bisabuelo remoto, justo el día que mi madre habría cumplido ciento cinco años.