Denunciar que un cura cristiano católico ha abusado sexualmente de ti no es fácil. Por el trauma, por la vergüenza y, sobre todo, por el poder que todavía conserva la Iglesia. No hay país occidental que no tenga su caso. Y la sospecha es que en los lugares donde se conocen pocos es porque impera la ley del silencio y el miedo.

En Catalunya hasta ahora había aparecido algún caso aislado. El más sonado fue el de los maristas, con 43 denuncias contra 12 profesores, de los que cuatro reconocieron el abuso. Pero desde el sábado estamos hablando del abuso a un menor cometido en una de las grandes instituciones del país, en uno de los símbolos de lo que se llama la catalanidad de piedra picada, en el seno de la organización que gestiona la montaña sagrada, en el lugar que es el gran referente para los creyentes... bien, y para muchos no creyentes. Desde el sábado, el monasterio de Montserrat también tiene su mancha.

Miguel Ángel Hurtado, antiguo miembro del grupo de scouts de Montserrat, ha denunciado que cuando tenía 16 años sufrió abusos por parte de un monje y que la abadía ha estado intentando tapar el caso durante 20 años. La abadía no niega los abusos, afirma que siempre dio apoyo al chico y reconoce haberle pagado 8.600 € para ayudarlo a sufragar el tratamiento psicológico que tuvo que recibir. Por lo tanto, el caso parece verosímil.

Pero, sabe qué pasa, que los abusos, a pesar de ser una barbaridad injustificable, intolerable e inadmisible, no son lo peor del caso. Que en una institución que se ha otorgado el monopolio de la moral y que tendría que dar un ejemplo impoluto haya personas que abusan de menores es una indignidad tan monumental, tan merecedora de un castigo extremo que parecería que eso es lo más lamentable de todo. Y resulta que no. Lo más condenable es el intento de tapar los casos, de imponer el silencio.

La Iglesia cristiana católica nunca ha sido transparente con los centenares de miles de casos de abusos que han cometido sus miembros a lo largo de la historia. Y eso es lo más triste porque quiere decir que no está dispuesta a acabar con esta lacra.

Ella, especialmente ella, tiene que estar con las víctimas y no con los verdugos. Y callar, no afrontar el problema y volver la cara es estar con los verdugos. Y eso todavía criminaliza más a las víctimas. Las pasadas y, sobre todo, las futuras.

Ella, y especialmente ella, no puede abandonar a las víctimas bajo una capa de silencio y premiar a los culpables a través del perdón que inocula la insensibilidad. Porque si hace eso permite que triunfe el mal. Y si la Iglesia permite que triunfe el mal, ya podemos bajar la persiana. Si la Iglesia, refugio de los creyentes para proteger e incentivar la bondad, estimula la maldad a través del silencio cómplice, los creyentes ya pueden dimitir como tales.

O hacerse budistas.