Incluía en mi pieza del domingo pasado a Pedro Sánchez dentro de la categoría del cesarismo político; es decir, de estos políticos que hacen todo lo posible para acceder y mantenerse en el poder.

Sería una simpleza manicomial afirmar, sea político o sea ciudadano sin galones, que quien se dedica a la política institucional no aspira a llegar y mantenerse en el poder. Quien se dedica a la política —cosa muchas veces de agradecer— es para llegar al poder. Y desde allí intentar modelar la situación de acuerdo a la concepción del mundo —programa— que nos ha manifestado. Para eso se llevan a cabo las elecciones. Sería absurdo, pues, que alguien se presentara a una contienda electoral y que dijera que no quiere el poder, que no quiere hacer política. Nadie se presenta a un cargo para poner en su currículum que ha ganado un llamamiento electoral.

O sea, que la no infrecuente descalificación que se hace de los políticos, porque se les reprocha que lo que quieren es el poder, es tan injusta como sobrante. Cosa diferente es traicionar la confianza del electorado o intentar mantenerse en el poder a cualquier precio. Sánchez es un buen ejemplo de ello. Buenos maestros ha tenido en su propio partido. Por ejemplo, el PSOE de Felipe González pasó de empapelar las calles con grandes carteles de "OTAN, de entrada, no" a organizar un referéndum pidiendo entrar en dicha organización, incluso haciendo votar al Rey, imágenes que fueron distribuidas en los telediarios del mediodía, cuando Juan Carlos, en uno de los pocos gestos honorables que ha tenido, ha sido el de no aparecer nunca delante de una urna electoral. Fue un buen recurso para mantener el poder por parte de los socialistas con el pleno apoyo de los amigos o no tan amigos de fuera. En la ficción, en la cuarta temporada de Borgen, Birgitte Nyborg ofrece una muestra de manual de cesarismo político: le da la vuelta como un calcetín a su programa ecológico, del cual no haremos spoiler. Con la última frase de la temporada, que es de las de enmarcar, resume a la perfección el cesarismo político.

El cesarismo político, de la mano del puro oportunismo, cambia de la noche a la mañana, sin ninguna explicación ni debate, cuando no engaña diciendo que no ha habido cambio. Es lo que ha hecho Sánchez con la política de sumisión hacia Marruecos

Ciertamente, como todo el mundo, los políticos tienen el derecho de cambiar de opinión, de estrategias e incluso de ideología. Willy Brandt sería un ejemplo también de manual, cuando, en 1959, promovió que el SPD, los socialistas de la Alemania Occidental, renunciara al marxismo, en el conocido programa de Bad Godesberg y entrara de lleno en la socialdemocracia. Cambio que, importante es recordarlo, se debatió y explicó.

El cesarismo político, de la mano del puro oportunismo, cambia de la noche a la mañana, sin ninguna explicación ni debate, cuando no engaña diciendo que no ha habido cambio. Es lo que ha hecho Sánchez con la política de sumisión hacia Marruecos, política impuesta por los másters del universo y algún poderosísimo lobby interno. Este cambio ha comportado no sólo un giro de 180 grados en la política española con respecto al Magreb, sino que ha comportado también la externalización de la seguridad de Ceuta y Melilla, con alabanzas, al fin y al cabo, a los asesinatos perpetrados por la real gendarmería marroquí, en función de policía cipaya, bien incentivada, como venía siendo habitual.

Así, ha pasado de considerarse Marruecos un vecino seguramente tan necesario como molesto a convertirlo en un modelo a seguir. Un modelo en el no respeto al derecho humano de los seres humanos, al ser sujetos de derechos humanos, empezando por la vida. Se ha alabado que estos seres humanos fueran tratados como infrahombres, como Üntermenschen, como si tuvieran menos importancia que un grano de arena del desierto. Las imágenes de la masacre ampliamente difundidas, sin el más mínimo pudor por sus propios perpetradores, son aterradoramente cristalinas.

Pero aquí no acaba la cosa. La cuestión va más allá de un cambio de alianzas internacionales. Más que relevante resulta el cambio de lenguaje en los mensajes difundidos internamente. Se ha dicho que los asaltantes el fin de semana pasado a las vallas, coronadas con corcentinas, de Melilla son fruto de mafias organizadas. La pregunta surge automáticamente: ¿cuántos mafiosos se encuentran entre los asesinatos y los heridos? ¿O, fuera de este escenario, cuántas detenciones de estos mafiosos se han producido? Por cierto, dónde está ahora el CNI suministrando la información necesaria es una pregunta ilegítima. Podemos suponer dónde y cuándo se le acabaron las fuerzas.

Pero hay más: se habla de invasión y de vulneración de la integridad territorial. ¿Los asaltados de las vallas de las plazas de soberanía realmente son unos invasores? ¿Vienen a destruir el spanish way of life? ¿O más bien vienen a intentar disfrutar, mediante su esfuerzo casi esclavo, de unas migajas del pastel?

Finalmente, el cesarismo político se presenta desnudo con su crueldad inaudita: mafias, invasores, integridad territorial. ¿A quién le oímos de un tiempo a esta parte, con escaños en los parlamentos, esta trilogía infame? El cesarismo compra lo que vende la derecha más inhumana y espeluznante: el asalto a la patria por las hordas de los infieles. Esto, el gobierno más progresista de la historia. Sin despeinarse.