El Tribunal Supremo confirma que el MNAC tiene que devolver las pinturas murales al monasterio de Sijena. El president Illa se va a Japón a promocionar la versión más sobada y regionalizada de Miró, de Gaudí y, en definitiva, de la Catalunya del pan con tomate sin pasado, pero sobre todo sin futuro. La Fiscalía pide doce años de inhabilitación para Alba Vergés y Josep Maria Argimón por el retraso en la vacunación de policías y guardia civiles. Pablo Llarena mantendrá la orden de detención contra Carles Puigdemont pese a que el Tribunal Constitucional avale su amnistía en junio. Una ley de amnistía, por cierto, que hasta hace poco se había aplicado en más casos de policías españoles que de civiles catalanes. Y a la que Eulàlia Reguant no podrá acogerse porque no respondió a las preguntas de Vox durante el juicio del procés. De la enumeración que he hecho hasta ahora, entiendo que aquella persecución que implica a políticos y altos cargos despierte menos simpatías, porque la gesticulación de hoy no borra la falta de compromiso y la colaboración con su propia persecución de ayer. Y de hoy. Hay una desafección que, en cuanto a la represión que sufre la clase política catalana por ser catalana, ya no despierta simpatía. La desconexión con su electorado es tal que, ante la posibilidad de que los aspavientos de hoy a raíz de la represión puedan pasar por simpatía y confianza política, muchos ya eligen no hacerlos. Sin embargo, la enumeración que aquí he encadenado sigue siendo una muestra de cómo la maquinaria asimiladora del Estado avanza sin escrúpulos ni miramientos. Mientras, los catalanes permanecemos indefensos.

Su idea de Catalunya: una región, poco más que una comunidad autónoma española sin pasado

Una parte de esta indefensión, evidentemente, se explica por el papel que juega el gobierno colaboracionista de los socialistas en Catalunya. Se podría hablar de gobierno inmovilista, o de gobierno inexistente, pero el hecho es que el silencio y la inacción frente a determinados acontecimientos políticos son un posicionamiento ideológico bastante más claro que muchos discursos pretendidamente apasionados. Con el caso de las obras de Sijena esto ha quedado más claro que nunca: una respuesta tibia y discreta, obligada por las circunstancias, para no enfrentarse a nada ni a nadie. Bueno, para no enfrentarse a nada ni a nadie, pero perjudicando a los catalanes que se supone que representan en conjunto. Sijena es el caso de un expolio físico, pero también el ejemplo del expolio identitario y espiritual que España promueve en Catalunya y del que los socialistas, evidentemente, no nos defienden porque a la larga siempre pueden aprovecharse de ello electoralmente. La Catalunya desarraigada e identitariamente vacía es el receptáculo necesario para construir su idea de Catalunya: una región, poco más que una comunidad autónoma española sin pasado, sin lazos nacionales que expliquen su colectivo desde la unicidad, sin rasgos propios, significativos y diferenciales. Sin potencial para llegar a un status de libertad nacional absoluto. Esta es la idea que promocionan cuando van a Japón, y Catalunya se escribe con “ñ”, y unas sevillanas y un pan con tomate son prácticamente la misma cosa. Pero esta también es la Catalunya que promocionan aquí, más o menos sutilmente, cuando de nuestra indefensión hacen el escenario político perfecto. Indefensos, pues, porque que los socialistas nos defendieran de algo les supondría un gesto contranatura.

Pero esta sensación de indefensión, a lo largo de los últimos quince años, no siempre ha sido tan intensa. En este país hubo un movimiento capaz de capitalizar el rechazo hacia el hambre centralizadora y descatalanizadora de los españoles. Hubo un proyecto político que, bien articulado, seriamente comprometido y dispuesto a pagar el precio de hacer lo que decía querer hacer, hubiera podido servir, como mínimo, para defendernos. Los intereses de una clase política que trabajaba al margen del electorado que decía representar, una mala comprensión del funcionamiento del poder a grandes rasgos y una tendencia histórica de utilizar la idea de independencia para negociar una mayor autonomía lo hicieron fracasar. Aquella era nuestra arma —posiblemente, la única que teníamos y tendremos al alcance— para que los aspavientos contra la asimilación española pudieran ser un proyecto político, y no solo gesticulación. Sin proyecto nacional alejado del pactismo, los tuits de Carme Forcadell —“estoy indignada”—, en muchos sectores —que aun así todavía son independentistas—, duelen más que despiertan empatía. Ya no escribo simpatía. Pero la clase política catalana que formó parte del procés es consciente de ello. Es consciente de la incoherencia de quejarse de unos ataques que todavía se llevan a cabo porque no llevaron a puerto el proyecto político que debía poner fin. De esta autoconciencia de la incoherencia nace un silencio: nuestra clase política no nos defiende porque el pasado es fresco, y porque la estrategia política que han emprendido en presente los tiene atados de pies y manos. Indefensos, pues, porque quien tenía que defendernos ya no puede, o ya no quiere, o ya no sabe defendernos. Es irónico, de hecho, porque la indefensión de hoy también perjudica a la clase política que ha sentado sus bases.

El sueño húmedo de España es convertir a Catalunya en un solar: sin lengua, sin cultura, sin una manera de hacer política nuestra y para nosotros, sin lazos con el tiempo, sin sentimiento de colectividad, sin espíritu. Sobre todo, sin espíritu. El sueño húmedo de España es que sea verdad para todos que solo se puede ser catalán en la medida en que se depende de la españolidad. Que una y otra son la misma cosa. Que no hay nada que nos explique por separado. Barrer las escurriduras que quedan del procés o llevarse las obras de Sijena del MNAC por puro odio étnico: todo parte de aquí. La sensación de indefensión es absoluta porque el Estado español ataca desde todos los frentes, y no hay muchos en los que Catalunya todavía tenga guardas. Está todo tan atropellado que existen pocos espacios reales de resistencia. ¿Qué hace falta para revertirlo? ¿Qué necesitamos para empezar a plantar cara? Diría que la respuesta está en la estrategia que emplea aquel de quien queremos defendernos: el expolio espiritual se revierte, sobre todo, con un cambio en la forma de pensarnos y de pensar el conflicto con el Estado español. Esto es lo que hace falta, como mínimo, para estar a la defensiva. Pero estar a la defensiva no es lo que hace falta para liberarse. Hace falta algo más. Y pasar de un estadio al siguiente requiere tiempo, pero sobre todo requiere honestidad con uno mismo, requiere autocrítica con un sistema político que premia la mediocridad, requiere fiscalización con una forma de hacer política sentimental y victimista y requiere vigor para recortar la distancia entre la idea y el hecho. Sobre todo, requiere vigor. Catalunya necesita repensar su forma de hacer política si quiere liberarse. Y si no estamos dispuestos a ninguna de estas cosas, la indefensión será para siempre, también, cosa nuestra.