En el próximo curso, los 28 seminaristas que todavía quedaban en el seminario conciliar de Barcelona de la calle Diputació irán a estudiar al seminario interdiocesano de la calle Casp. Es prácticamente el último reducto de seminaristas que queda en Catalunya, a excepción hecha de la quincena que quedan en Terrassa. La Vanguardia completaba hace unos días la noticia con una referencia al último informe bien documentado del observatorio CEU-CEFAS sobre el estado de la Iglesia en el mundo y en España. Los datos son inapelables, devastadores y del todo concluyentes. La Iglesia católica en unas décadas será irrelevante en Catalunya, en España y en Occidente tal como la hemos conocido en los últimos siglos. Algunos ejemplos citados con toda crudeza les servirán para poner cifras a lo que ya intuyen. A inicios de los setenta, en España, había unos 20.000 curas, mientras que actualmente —con más del doble de población— quedan unos 15.000, muchos de ellos mayores de 65 años. Pero lo más grave es la tendencia a desaparecer: para compensar las bajas y las defunciones habría que ordenar a unos 300 nuevos presbíteros cada año y solo se ordenaron 79 en 2024, y bajando año tras año. En 2008 por primera vez hubo más matrimonios civiles que católicos, y el año pasado, estos ya solo representaban el 18%. En cuanto a los bebés bautizados, en 2023 fueron solo el 50%, cuando hace cincuenta años eran el 100%.

Podría seguir aturdiéndoles con datos y más datos que demuestran lo que ya sabemos: el Occidente del siglo XXI está en crisis espiritual. El error lo comentamos queriendo ver la paja del ojo de la Iglesia católica, cuando la viga la tiene Occidente. Es cierto que muchas veces la Iglesia no ha estado lo bastante atenta a los cambios sociológicos y, especialmente en temas de moral, lleva un notable retraso. No puede ser que el sacerdocio esté reservado para los hombres célibes. Aquí perdemos unas cuantas plumas. Pero este no es el problema de Occidente. Es el problema, y no menor, de la Iglesia católica, que ve con dolor y cierta parálisis como su cuna cultural, la Europa Romana, se está espiritualmente alejando a gran velocidad, sin que aparentemente haya solución.

Si desertamos de nuestra espiritualidad, Occidente está destinado a desaparecer

Estoy cansado de entonar siempre el mea culpa como miembro de la Iglesia, y necesito hablar de mi impotencia como occidental. Guste o no a la intelectualidad de cualquier color político, los pueblos tienen unas raíces espirituales. La herencia espiritual del grupo de gente que nos ha visto nacer y crecer sirve para definirnos como personas. La espiritualidad, el vínculo con la trascendencia, todo o que nos relaciona con la parte intangible de nuestra existencia, que nos da una proyección y un sentido como comunidad, más allá de cada uno de nosotros, ha existido y existirá siempre. Nacemos en una familia, en una tierra, en un tiempo, con unas costumbres, unas creencias. Tenemos unos vínculos con el pasado, con la familia, con los muertos, con las ideas de siempre, con la cultura, con las tradiciones. Nos iremos forjando a partir de ellas nuestra vida, que transitará por unos mundos nuevos, unos amigos distintos, unas experiencias que nos irán configurando y cambiarán el mundo. Y a todo acabaremos queriendo darle un sentido más allá del nuestro "yo". Por eso somos seres espirituales. Individualmente, como pueblo y como humanidad.

Por lo tanto, la pregunta es si, como occidentales, como hijos de una vieja Europa milenaria, romana, judía, griega, pero también católica, ortodoxa, musulmana y protestante, tenemos una vertiente espiritual. En Occidente confluyen Platón, Abrahán, Cicerón, Jesús, Mahoma, Lutero y muchos otros. Pero siempre está Dios. Siempre hay una trascendencia. ¿Qué nos pasará si como pueblo, es decir, como suma de individuos, volvemos la espalda a la trascendencia? La respuesta es sencilla: si desertamos de nuestra espiritualidad, Occidente está destinado a desaparecer. Si cada persona se ocupa de encontrar individualmente lo que mejor lo acerca a la espiritualidad, o si simplemente decide que no hay trascendencia, Occidente, como pueblo, como comunidad, será historia. Por lo tanto, no es tanto la Iglesia quien debe preocuparse de facilitarnos el contacto con la trascendencia, que también. Es Occidente quien debe decidir —si todavía está a tiempo— en qué se quiere convertir. Occidente se ha comportado como si fuera el centro del mundo durante los últimos siglos. Y lo ha sido. Desde la Ilustración muy particularmente. La ciencia y, muy especialmente, la tecnología, tal como se ha ido desarrollando, es obra de Occidente. Si hacemos un balance expresamente rápido y tendencioso, es cierto que Occidente ha triunfado porque ya no tiene guerras internamente, y tiene la sanidad, la educación y la seguridad garantizadas. La guerra y la pobreza solo están detrás de las fronteras, donde las podemos ignorar. Y en medio de tanto bienestar, lo que ahora tenemos comprometido es lo que en algunos sitios llaman el "bienser". ¿En qué tipo de personas nos hemos convertido que ya no necesitamos ni a Dios, ni la trascendencia?