No sé si acabará siendo la palabra del año, porque en realidad no lo es, se trata en realidad de un acrónimo que en inglés invertiría el orden de las letras. Pero si el año pasado la RAE entendió que DANA se había ganado a pulso la legitimidad para entrar en el diccionario, sin duda IA debería serlo en el presente. Más que del año, de la década y, por lo que a mí respecta, del siglo.
Estoy rodeada de seres optimistas para los que, al modo en que se produjo la irrupción de la máquina de vapor o de internet, ahora la IA sería tan solo una revolución industrial más. Pura tecnología al servicio del humano, que de ese modo avanza con mayor rapidez en sus campos de investigación, al tiempo que hace la vida más sencilla al usuario vulgar. Los cada vez más recurrentes hallazgos en la investigación contra el cáncer o en soluciones frente al que se cree que será el gran problema de los años 50 de este siglo, las bacterias superresistentes, permiten intuir que la rapidez de la IA en establecer correlaciones está empujando a los científicos en su mejor búsqueda de causalidades. Hasta ahí todo bien, todo normal, todo como si la IA fuera una calculadora para el manejo de los logaritmos, o, como mucho, una buena cola de impacto en el baile de datos de los supercomputadores.
Ayer saltaba a los medios la noticia de que la IA está ya destruyendo puestos de trabajo entre los programadores
Pero ayer saltaba a los medios la noticia de que la IA está ya destruyendo puestos de trabajo entre los programadores. Quienes a lo largo de esta década y la pasada han decidido estudiar “carreras universitarias con salidas profesionales”, se han abocado a las ingenierías como si no hubiese un mañana. Cada generación lo hace con los estudios que se ofertan para su momento, y, por supuesto, es legítimo, pero ha habido siempre, reconozcámoslo, una especie de tácita soberbia de la gente de ciencias frente a la de “letras”, por cierto, tan ambiguo que en él caben desde los charlatanes hasta los metafísicos. También ocurre entre los de sociales: los juristas creen que los sociólogos o los economistas solo saben describir cómo ha ocurrido el pasado y que, en el fondo, no sirven para nada, pero la honestidad nos obliga desmentir tal cosa.
La IA no es solo una herramienta de ayuda. Cualquiera que haya consultado los más usuales chatbots de IA habrá visto cómo, si cree que nuestras preguntas no han sido lo suficientemente certeras, reformula de varios modos las que hayamos hecho para darnos soluciones que tal vez ni siquiera soñamos. La hemos alimentado con toda la información de la que disponemos sobre las estructuras profundas del lenguaje humano, le estamos enseñando poco a poco a comprender de qué modo reaccionan nuestras neuronas ante la curiosidad o la ignorancia. Y sí, no tiene alma, pero, para quienes creen que sin alma hay alguna esperanza en la humanidad, ya pueden ir abandonándola.
La IA no pierde el tiempo, no tiene sueño o se cansa, no tiene que ir al gimnasio, ni mantener vida social (nos dicen que es una de las claves de la longevidad), no procrastina en redes, ni se fascina con un programa cutre de la televisión en abierto, o con la enésima serie de la de (más) pago. Es todavía pequeña, pero, con tanto tiempo aprovechado, crece al ritmo de los monstruos extraterrestres de la ciencia ficción, y no hace falta para comprobarlo más que espaciar los momentos en los que recurrir a ella, algo que, por cierto, cada vez es más difícil para una mayoría que ya depende de ella para responder un correo, hacer un resumen de un texto demasiado largo, hacer trampas en un examen o redactar un currículo atractivo. Si se resiste la tentación, que es lo que intento cada día como ejercicio mental para no acrecentar el ritmo en mi pérdida de habilidades, volver a ella tras unas cuantas semanas provoca vértigo. Hace sinfonías y poemas, ofrece alternativas de trayectos para el descubrimiento, detalla escenarios de disertación. Ya no me creo nada de ningún artículo inserto en revistas de impacto, pues, a diferencia del plagio, usar la IA aún no tiene detección posible y, en todo caso, sería una colaboración que no afectaría la propiedad intelectual de nadie. Ya empieza a cuestionarse el sistema, pero han invertido tanto tiempo en diseñar el modo en que querían que fuera un profesor universitario o un investigador, que ahora les cuesta reconocer el error y tampoco sabrían cuál es la alternativa. Tal vez si se lo preguntan a ChatGPT..., qué digo, ¡si seguramente es lo que han hecho!
Ciencias puras, aplicadas o sociales, todas ellas impregnadas de IA, todas ellas abocadas a expulsar a los hoy seguros de tener el tipo de trabajo que se salva. Porque todo trabajo que usa la IA será aprendido por ella.
Cuando escribo esto se acaban de cerrar los actos de conmemoración del milenario de la fundación del monasterio de Montserrat. Te preguntarás qué tiene eso que ver con la IA y tú. El lema de la comunidad benedictina que ha estado al cargo del monasterio desde el principio es Ora, lege, labora, rege te ipsum in comunitate. Estoy convencida de su valor universal, de su carácter imperecedero y del hecho de que haberlo perdido de vista en su devenir está abocando a la humanidad al colapso que comporta, y que no es nuevo, estar comandados por aprendices de brujo.