El miércoles pasado fui a Narbona por varios motivos que mañana podré explicar en este mismo diario y viví una situación surrealista que necesito explicar hoy. Situémonos. Nueve de la mañana, estación de Sants. Cojo el TGV gestionado por SNCF que hace la ruta Barcelona-París y tiro la antigua Vía Augusta arriba con el objetivo de meterme una buena comilona al cabo de unas horas. La megafonía del tren, en un catalán lo bastante rosellonés y un castellano afrancesado, recuerda que es obligatorio el uso de mascarilla. Paramos en Girona, alguien baja y alguien sube. Paramos en Figueres y tres cuartos de lo mismo. Cuando atravesamos el túnel del Pertús y salimos de la oscuridad, justo por debajo del fuerte de Bellaguarda, recibo el típico SMS que me anuncia el cambio de red telefónica y el roaming en el extranjero. No es el único mensaje que recibimos los pasajeros del tren, sin embargo. De repente, un simpático trabajador de SNCF rojo como un tomate nos dice en francés que no hace falta mascarilla, haciéndonos el gesto de sacárnosla con la misma cara de liberación de quien se desabrocha un botón del cinturón después de una calçotada.

Es entonces, en aquel momento, mientras me fijo en aquel hombre con cara de comer quesos con membrillo de postres cada día, cuando empiezo a hacerme este artículo encima. En aquel momento, si soy sincero, lo primero que me vino a la cabeza fue pensar en Dies de frontera, una de las mejores novelas del gran Vicenç Pagès Jordà. En ella, el escritor ampurdanés decía que "en la vida hay muchas fronteras: físicas, políticas y mentales, pero sobre todo vitales". Si hoy estuviera vivo, le enviaría un DM a Twitter para decirle que en la edición siguiente del libro añadiera de mi parte un nuevo tipo de frontera: la frontera vírica, ya que los pasajeros del vagón de tren que nos sacamos la mascarilla éramos exactamente los mismos que un minuto antes habíamos entrado en el túnel por La Jonquera. No había aparecido ningún pasajero nuevo. No habíamos parado en ninguna estación. No habíamos ni abandonado Catalunya, porque sencillamente habíamos pasado de estar en el sur del país para pasar en el norte, a menudo demasiado olvidado. Ahora bien, según parecía, después de aquel túnel el maldito virus del SARS-coV-2 ya no era contagioso, demostrando una vez más que Francia es la versión prémium de España.

España siempre ha querido ser Francia, pero siempre acaba siendo una mala copia barata de ella, por eso Francia hizo una revolución y es una burocracia meritocrática, mientras que España mantuvo una dictadura y es una bucrocracia hereditaria

Puede parecer una tontería, pero haber cortado de cuajo con los Borbones marca el porvenir de un país, por eso España legisla con el objetivo de hacer sentir el poder sobre los ciudadanos y Francia legisla con el objetivo de empoderar la ciudadanía. La familia de mi abuela materna es del Capcir y mi tío Pierre, lampista, es un político de renombre en los Pirineos Orientales. Este verano, comiendo en Font-rabiosa, le comenté una reflexión de Martí Anglada, conocido periodista catalán, que un día le leí no sé donde a mi amigo Toni Piqué: que Francia es una 'burocracia meritocrática' en la que tú eres el hijo del panadero de que sé yo, Saint-Germain-Lembron, un pueblecito de cien habitantes donde De Gaulle perdió las cerillas, y puedes llegar al École National de l'Administration y acabar siendo ministro. España, que siempre ha querido ser Francia pero que siempre acaba siendo una mala copia barata, es en cambio una 'burocracia hereditaria' donde lo que importa no es lo que vales, sino de quién eres hijo o quién son tus padrinos. En Francia, a pesar del jacobinismo asqueroso y la falsedad inherente tras el "Liberté, egalité, fraternité," no olvidan que hicieron una revolución para enaltecer los derechos de los ciudadanos, quizás por eso en aquel TGV todos los pasajeros estábamos expuestos a contraer el coronavirus, pero llegados al Pertús ya no.

La situación, de hecho, me hizo pensar en cuándo mis abuelos iban a Perpinyà a ver tetas y culos, seguramente para coger ideas traviesas. Ya no estamos en los años sesenta, pero ahora su nieto también iba hacia el norte para experimentar, como ellos, una extraña sensación de libertad al entrar en la Catalunya del Norte. Ellos dejaban atrás el franquismo al atravesar la aduana y yo dejaba atrás el reino de España, que ya no es una dictadura pero mantiene todavía tics autoritarios igual de ridículos. Solo así se entiende que en diciembre de 2022 vivamos en uno de los únicos tres lugares de Europa donde todavía es obligatoria la mascarilla en el transporte público, convirtiendo ya en los últimos meses lo que tendría que ser una medida de seguridad sanitaria en una medida de coacción social y que despierta los tics más fascistoides de los antiguamente conocidos como policías de balcón, ahora convertidos en policías de vagón de metro. Si es verdad que todos los catalanes llevamos dentro a un presidente de la Generalitat, un lingüista del IEC y un entrenador del Barça, algunos también llevan dentro a un Guardia Civil aleccionador y frustrado con ganas de impartir justicia.

Hace más de medio año que el coronavirus pasó a ser considerado una enfermedad común con el cual puedes ir a trabajar y todo, pero siguen existiendo medidas absurdas que nos obligan a obedecer como robots cívicos y alienados a favor de un teórico común

Mientras vemos como los ciudadanos chinos protestan en las calles con hojas en blanco porque están hasta las narices de tanta obediencia al estado –un estado, por cierto, que todavía no ha pedido perdón por haber propagado un virus letal a escala internacional-, algunos todavía nos ponemos las manos en la cabeza cuando recordamos lo que vivimos durante meses ahora hará ya tres años, cuando amedrentados e indefensos contra una amenaza desconocida decidimos acatar medidas que ni George Orwell se hubiera imaginado en 1984. Renunciamos a nuestras pequeñas libertades para proteger a quien más amábamos. Para respetar a nuestros vecinos. Para dar ejemplo. Nos comportamos como robots cívicos y alienados a favor del bien común, pero basta ya. Hace más de medio año que el coronavirus pasó a ser considerado un virus común, una gripe más con la cual puedes ir a trabajar y todo, si el cuerpo te lo permite. Por toda Europa desde el mes de mayo la mascarilla es ya un elemento nostálgico, una rémora del pasado. Mientras en Roma, Dublín o Amsterdam no es obligatoria ni a los hospitales, aquí no puedes ni entrar a pesarte en la báscula de una farmacia si aquel día te has dejado la mascarilla en casa.

Por eso en el viaje de vuelta con el AVE de Narbona, tan lleno que la sangre casi no me irrigaba el cerebro, me fastidié cuando después de atravesar el túnel del Pertús, al entrar en territorio español, un señor de Renfe con cara de comer tocino de cielo de postre me dijo "¡la mascarilla"! gritándome como si fuera un perro. En el vagón éramos los mismos pasajeros que dos minutos antes. Como hacía ocho horas, no había aparecido ningún pasajero nuevo. No habíamos parado a ninguna estación. No habíamos ni abandonado Catalunya, pero el virus volvía a ser letal, contagioso y maligno, por arte de magia. "Más coherencia y menos gritos", le respondí, en catalán, de forma agresiva. Fue entonces, tres asientos más allá, cuando una señora que debió escucharlo preguntó hasta cuándo tiene que durar la broma, exactamente con el mismo tono de Josep-Lluís Carod-Rovira en aquel corte famoso del APM!. Por desgracia, yo tampoco lo sé. Lo único que sé, eso sí, es que hay bastante al coger el metro, el autobús o el tren para darse cuenta de que en este coño de país hay otro virus letal para nuestro futuro como sociedad y que poco a poco también nos come cada día: el virus de la absurdidad.