Así como en estos momentos todos los esfuerzos han de estar orientados a conseguir parar la propagación de la pandemia, curar a los enfermos y reducir drásticamente el número de fallecidos, la situación a la que nos enfrentaremos en un futuro bastante cercano no debe pasarnos desapercibida si no queremos ser sorprendidos, una vez más, por un escenario para el cual no estábamos, ni estamos, preparados. Riesgos habrá muchos y tentaciones también, pero lo importante será estar preparados no solo para que no nos sorprendan, sino que ante sus primeros síntomas saber cómo reaccionar. Algunos de estos problemas y riesgos podemos ya vislumbrarlos.

Tiempos como los que corren, en los que el miedo campa a sus anchas, incluyen una especial vulnerabilidad y suelen ser aprovechados para proceder a importantes recortes de libertades, que siempre se presentan como respuestas excepcionales, y para el surgimiento y/o consolidación de autoritarismos que, hasta ahora, se creían superados pero que poco a poco se van dejando ver.

Un buen ejemplo de todo esto son los llamados de Abascal, ese que siempre ha vivido de lo público, a entregar lo que va quedando de poder al ejército, que ya patrulla nuestras calles, como si esa fuese la vía de solucionar la actual crisis sanitaria a la que nos enfrentamos y la posterior económica que está al caer.

El problema no es Abascal, sino que no está solo, y algunos en mejor posición que él ya están dando pasos en esa dirección como nos lo acaba de demostrar Orbán en Hungría. Ante este tipo de situaciones la Unión Europea ha de crecerse y no callarse como lo ha hecho y, de seguir así, este ejemplo será seguido por otros y se entenderá que el autoritarismo es lo que toca para salir de esta crisis, cuando no lo es.

Tendremos un aumento significativo de la pobreza, un empobrecimiento general y prolongado en el tiempo, que implicará unos cambios de paradigmas a los que mientras antes nos adaptemos, antes sabremos salir a flote

Otro de los riesgos a los que nos enfrentaremos es que se intente utilizar esta crisis para generar un nuevo movimiento centrípeto que permita un acuciado proceso de centralización en estados como el español. Los primeros intentos ya se han puesto en marcha a partir de la declaración del estado de alarma y la concentración del poder más absoluto en Madrid.

Las tentaciones centralizadoras son una constante en países como España, pero esta crisis, si algo está demostrando, es que la mejor respuesta a la misma no ha venido de Madrid sino de los gobiernos más cercanos, es decir los de las comunidades autónomas, con excepciones como es el caso de Madrid, y que, en el fondo, lo que subyace es una suerte de espíritu federal que estaría cada día más arraigado y es que los ciudadanos confiamos más en las respuestas más próximas que en las más lejanas, porque, entre otras cosas, quienes han de decidir tienen un mejor conocimiento de la realidad sobre la que tienen que operar.

Con una estructura federal tampoco le ha ido mal a Alemania, que ha sabido dejar hacer a sus distintos länder y que, desde Berlín, se ha gestionado aquello que entra dentro de sus exclusivas competencias, actuando con total lealtad hacia los gobiernos federados, y les ha apoyado en aquello a lo que no llegan los länder, pero, desde el día 1, la actuación ha ido de abajo a arriba y no al revés. Seguramente, si aquí se hubiese actuado así, hoy las cifras y el desastre serían algo menores.

En lo económico, aún cuando ya podemos hacernos una idea, nos encontraremos con una situación desastrosa, una auténtica devastación como pocas veces antes se ha vivido, y con unos cambios de paradigmas que obligarán a que todos nos reinventemos y asumamos que los primeros años serán de un auténtico proceso de reconstrucción. Lo que había ya no estará y, en cambio, tendremos un aumento significativo de la pobreza, un empobrecimiento general y prolongado en el tiempo, que implicará unos cambios de paradigmas a los que mientras antes nos adaptemos, antes sabremos salir a flote.

Como en todo proceso de reconstrucción, no bastará con la voluntad ni los dineros que aún queden en manos privadas, será necesaria una fuerte inversión pública y, sobre todo, una gran y generalizada distribución efectiva, eficiente y directa de liquidez para que todos podamos volver a ponernos en marcha y aportar, cada cual en su medida, los ladrillos necesarios para esa reconstrucción, un edificio en el que todos quepamos. Aquí no cabe cometer los errores del pasado ni pretender salvar a sectores determinados, como el financiero o bancario, por ejemplo, porque a quienes habrá que salvar directamente será a los propios ciudadanos.

La crisis no solo será económica sino también de sistema y, por tanto, habrá de plantearse, seriamente cómo abordarla y sobre qué criterios, sectores y necesidades productivas hacerlo. La tantas veces alabada globalización ha venido a colapsar, al menos en la forma y dirección en que la entendíamos hasta ahora —modelo norteamericano de globalización— y, por tanto, muchas de las actividades que de ella dependían o que a través de ella generaban ingentes beneficios habrán desaparecido y ello nos obliga a pensar, pensar y repensar cómo hemos de hacerlo, como sociedad, para superar una prueba para la que, sin duda, no estábamos preparados.

La crisis sanitaria está instalando una suerte de suspicacia general hacia los prójimos, lo que, qué duda cabe, cambiará nuestra forma de interrelacionarnos y la forma en que abordaremos, entre otras cosas, hasta nuestro ocio

No solo cambiará la economía, también lo harán los usos y costumbres. La crisis sanitaria está instalando una suerte de suspicacia general hacia los prójimos, lo que, qué duda cabe, cambiará nuestra forma de interrelacionarnos y la forma en que abordaremos, entre otras cosas, hasta nuestro ocio.

Si esto último parece exagerado, invito a analizar cómo nos sentimos en esa salida semanal que hacemos al supermercado, cómo miramos con suspicacia, si no abierta sospecha, a todos cuantos nos rodean y ello por algo tan sencillo como humano: tenemos miedo, miedo a que nos contagien y, ante ello, deberíamos preguntarnos: ¿cuánto tiempo tardaremos en superar ese miedo o desconfianza y cómo cambiarán nuestras costumbres hasta que lo consigamos? Esto, sin duda, generará cambios de costumbres que podrán o no hacerse permanentes, pero que, también, tendrán una repercusión directa en la economía.

Estos son algunos de los problemas con los que nos encontraremos cuando la fase aguda de la pandemia sea superada, pero, no me cabe duda, cuanto antes los tengamos interiorizados, antes podremos pensar en cómo abordarlos para que, de una parte, seamos capaces de impedir que se generen o consoliden algunos de estos problemas y, de otra, estemos preparados para abordar el proceso de reconstrucción.

Vienen curvas y para no marearse es mejor prepararse y, sobre todo, saber que ahora lo que toca, de una parte, es resistirse a los autoritarismos y recortes de libertades y, de otra, trabajar en una respuesta de país que es la única forma en que se logrará salir de esto con el menor daño posible.